#OPINIÓN Recetarios: deliciosas cápsulas de tiempo #11Sep

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Es muy poco probable que cuando se le pregunte a alguien por el libro está leyendo responda Mi Cocina de Armando Scannone o La vuelta a la Isla en 80 platos de Rubén Santiago, ya que se trata de libros de consulta puntual y esporádica, de esos textos a los que se recurre cuando se requiere preparar alguno de los platillos recopilados y estandarizados en sus páginas. Pero más allá de las recetas que pueden contener, para un lector acucioso y ávido de información gastronómica, un recetario puede resultar un libro de cabecera lleno de pintorescos personajes, fantásticas historias, divertidas aventuras y hasta hermosas escenas de amor.

¿Pero cómo puede ser todo esto posible si lo que encierran sus páginas son tan solo listas ingredientes y procedimientos culinarios? Pues la lectura puede ser más rica cuando vamos más allá del texto y escudriñamos entre las secuencias tipográficas las historias que el autor no desarrolló pero permitió que se asomaran con timidez. Incluso, podemos recrearnos en lo que no se aborda en el texto pero que evidentemente rodea a cada platillo como la compra de los ingredientes, las escenas del mercado o los pregones de los vendedores ambulantes.

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Detrás de cada receta intuimos que hay personajes que podemos imaginar en acción al seguir con detalle el procedimiento que acompaña a cada texto: la abuela cortando las verduras para el sancocho dominical, la cocinera moliendo manualmente el maíz para hacer las arepas del desayuno o la hermosa mulata montando las claras de huevo a punta de nieve para hacer los dulces merenguitos. Cuando el texto está bien narrado, los personajes cobran vida y las escenas de la cocina se van proyectando en HD en la pantalla de nuestra imaginación.

Un recetario es como un álbum familiar que recopila estampas gastronómicas, tanto de quienes preparaba los alimentos así como de quienes los disfrutaron. Incluso en la precisión de la cantidad de raciones que se obtienen al seguir al pie de la letra la receta se puede intuir el número de integrantes de la familia del autor. Igualmente, la preferencia de un ingrediente a otro o las guarniciones propuestas por el compilador nos hablan de los gustos particulares de cada grupo familiar.

Es inevitable al leer la receta de la hallaca y no imaginemos a nuestras madres o abuelas al frente de la actividad, ataviadas para la ocasión con coloridos delantales y su cabello recogido dentro de un gorro o una pañoleta. Hasta creemos escuchar sus voces de mando y sus risas desde el extremo del mesón, en donde el grupo familiar conformaba una especie de línea de producción “hallaquística”, contando las peripecias para comprar todos los ingredientes a los mejores precios.

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Se ha comentado hasta la saciedad la capacidad que tienen los recetarios de recopilar la historia y tradición gastronómica de una región, de una localidad o de una familia. Al mismo tiempo, se repite con insistencia la emotividad que aflora al materializar alguna receta incluida en sus páginas con la que se puede rememorar sabores que remiten al terruño, al gentilicio, a los ancestros.

Más allá de eso, que indudablemente forma parte de la percepción que se tiene acerca de estos textos, un recetario alberga vivencias de todo tipo. Podemos encontrar en ellos preparaciones de la lonchera diaria pero también platillos para banquetes especiales. Platos que denotan bonanza pero también los que marcaron tiempos de carencias. Podemos diferenciar las preparaciones que requerían del ímpetu de la juventud y las que expresan la serenidad de la vejez. Las temporadas de alegría y momentos de tristeza son expresados en algunas preparaciones puntuales.

Los recetarios son cápsulas de tiempo que atrapan sabores, olores, texturas, sensaciones, intenciones, pero que al abrirlas también nos pueden dejar sinsabores al ver lo que hemos relegado, olvidado o simplemente perdido. Cual bitácoras de viaje podemos precisar el momento en que se incorporan nuevos platos a nuestra mesa por influencia de las sucesivas olas migratorias que arribaron al país o la aparición de nuevas tecnologías que se incorporaron y facilitaron los procesos de la cocina. Nos dan cuenta del paso del molino manual al eléctrico o de la incorporación de la licuadora al equipamiento de las cocinas modernas. A lo largo de los años, han registrado la evolución de los métodos de cocción desde los fogones a leña, pasando por las cocinas a kerosene, a gas y eléctricas, sin ignorar aparatos más modernos como los hornos microondas o las freidoras de aire que seguramente ya figuran en muchos textos de cocina actuales. También se le puede seguir el trazo de los procesos de refrigeración, los equipos de apoyo a las labores de cocina y los ingredientes enlatados o empacados que fueron incorporándose a nuestras despensas a los largo del siglo XX.

Aprecio mucho los recetarios no editados, esos manuscritos que guardan celosamente nuestras abuelas, madres o tías y que recopilan recetas de familia. Otra variante son los elaborados con recortes de revistas o periódicos con platillos de aquí y de allá que les llamó su atención en un momento determinado y terminaron pegados y cuidadosamente doblados dentro de un cuaderno escolar. Estos ejemplares no solo atesoran buena parte de nuestra memoria gastronómica sino también los afectos de quien se encargó de recopilar esas recetas para alimentarnos y consentirnos.

La era digital le ha quitado ese carácter romántico a nuestros recetarios pero por otro lado los ha dotado de una universalidad imposible de imaginar en otros tiempos. La diáspora ha llevado consigo muchos de nuestros libros clásicos de cocina a tierras distantes en un intento por preservar los sabores que anclan a los migrantes a la tierra natal, a la nacionalidad, a su esencia.

Miguel Peña Samuel

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