#OPINIÓN Crónicas y relatos de la migración: De Bucaramanga a Bogotá #1May

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El bus de dos pisos sale lleno a las 6:14 a.m. El migrante prefiere limitar su visión del paisaje a cambio del menor movimiento que se experimenta en las butacas del nivel inferior y la proximidad del servicio de baño que visitará varias veces en las nueve horas del viaje hasta Bogotá. Un puesto con ventana le permitirá correr la cortina y divisar el paisaje de los Andes orientales de Colombia, desde su asiento del lado izquierdo del bus, tratando de distinguir un rastro de nieve en los picos más altos, antes que la neblina devore el azul de la mañana. En un par de horas comerá el sándwich de jamón y queso que le preparó la amiga bumanguesa, junto con un jugo de lechosa, un pedazo de torta, un durazno de Cácota y dos servilletas. 

«Mejor leer las noticias del diario o retomar el libro de cuentos de García Márquez que traigo en el morral», titubea el migrante. «¿Qué hago yo aquí? ¿Para dónde voy? ¿Qué es lo que quiero? ¡Dios mío, ayúdame! Ven y rescátame; dime qué debo hacer», rumea el migrante sin poder callar su caos mental en su viaje incierto. 

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El bus serpentea subiendo cerros entre Piedecuesta y San Gil; es tiempo de hurgar en su bolso y colocar su desayuno sobre la mesita frente a su butaca, agradeciendo a Dios el alimento y a su amiga el beso que alegró su mañana. La oración y la comida han conseguido serenarlo. Queda camino por recorrer, el frío se siente en las ventanas cada vez más heladas, y en el pecho del migrante que pide una frazada que lo abrace y lo ayude a dormir hasta llegar a Barbosa, a mitad de camino, donde clamará por algo caliente antes de alcanzar el punto más alto del trayecto sobre el lomo de la cordillera oriental colombiana. 

Reanimado con unas almojábanas y aguapanela caliente al bajar en Tunja para estirar las piernas, el migrante regresa al bus con una ración de cuajada y arequipe que comerá más adelante. Refugiado en su asiento bajo el calor de su frazada, el sol de mediodía aclara su mente y le anima a sacar su libreta y un lapicero, a ver si su entendimiento se inspira; o quizás, hable su corazón para entender por qué ha dejado su país.

Las curvas en las cuestas para escalar la montaña y los frenazos en pendiente para bajar a los valles hacen de la escritura un suplicio. Las ideas se marean; hay que poner puntos extras para contener los sentimientos represados entre el estómago y el corazón del migrante, que ha hurgado entre sus determinaciones más sensatas para decir lo justo. Las ansias lo seguirán hasta llegar a Bogotá, con tiempo para ducharse y cenar en el hotel donde ha reservado una habitación, hasta la mañana siguiente cuando tomará el avión con destino a Lima. Ya tendrá tiempo para evaluar lo que ha puesto en ese borrador de carta, que, por ahora, lo reafirma en las decisiones que ha tomado.

Carlos J. Suárez Isea

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