De acuerdo con la neuróloga estadounidense Ann E. Kelley, la respuesta se encuentra en los opiáceos endógenos naturales, unas sustancias sintetizadas en nuestro propio cerebro que incrementa el apetito.
Uno de estos opiáceos, la encefalina, nos empuja a consumir comida, especialmente grasas y azúcares, más allá de nuestras necesidades energéticas. Además, estas sustancias estimulan el núcleo accumbens, que es un área cerebral encargada de registrar las sensaciones de placer y de recompensa ante estímulos como la comida o las drogas, favoreciendo de este modo un comportamiento adictivo.
La adicción resulta especialmente evidente en el caso de los alimentos ricos en azúcar, según afirma el profesor de la Universidad de Princenton (EE UU) John Hoebel. En sus experimentos con ratas, el investigador observó que si alimentaba a los animales durante cierto tiempo con un 25 por ciento de azúcar en la dieta, cuando retiraba este ingrediente los roedores experimentaban un estado de ansiedad similar al que padecen quienes tratan de desengancharse de una droga. “Algunos animales, entre ellos los humanos, pueden hacerse dependientes de los alimentos dulces”, asegura Hoebel. “El cerebro se vuelve adicto a sus propios opiáceos del mismo modo que lo haría a la heroína o la morfina”, puntualiza.
Foto: Archivo