Buena Nueva – Transfigurados

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El Evangelio (Mt. 17, 1-9) nos relata la Transfiguración del Señor ante Pedro, Santiago y Juan. Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra algo del fulgor de su divinidad. Y quedan en éxtasis al ver “el rostro de Cristo resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve”.

Ahora bien ¿cómo puede ser esto de que Jesús a veces se veía como un hombre cualquiera y a veces mostraba su divinidad?

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La glorificación corporal no se manifestaba en Jesús corrientemente, porque Jesús quiso asemejarse a nosotros lo más posible y pasar inadvertido. La Transfiguración fue, entonces, uno de esos pocos momentos privilegiados en que Jesús mostró parte de su gloria, que siempre la tuvo, pero que permanecía “escondida”.

Lo interesante es que en nosotros sucede algo semejante. El pecado nos desfigura con la oscuridad y tinieblas, propias del pecado y del Demonio (Jn. 1, 5; 3, 19; Hech. 26, 18) Pero la Gracia nos transforma. La Gracia nos transfigura con la luz que le es propia, como sucedía a Moisés al estar delante de Dios (Ex. 34, 35)
Así es la acción de la Gracia, es decir, de la vida de Dios en nosotros: luz, vida, resplandor, etc. Pero más que eso, la Gracia Divina nos va haciendo parecernos Cristo.

San Pablo lo afirma audazmente, al decir que él y los cristianos que habían recibido la Gracia no tenían que andar con el rostro cubierto como Moisés cuando veía a Dios, sino que “reflejamos, como en un espejo, la Gloria del Señor, y nos vamos transformando en imagen suya, más y más resplandecientes, por la acción del Señor. (2 Cor 3, 18)

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De allí la importancia de vivir en Gracia, es decir, sin pecado mortal en nuestra alma. Además, huyendo del pecado y/o arrepintiéndonos en la Confesión Sacramental cada vez que caigamos. Una Confesión bien hecha, en la que descargamos nuestros pecados graves y no graves, restaura inmediatamente la Gracia. Y esa Gracia debe ir siempre aumentando con la Eucaristía, la oración, las obras buenas, la práctica de las virtudes, etc.
La Gracia la recibimos inicialmente en el Bautismo y debe ir en aumento a lo largo de nuestra vida en la tierra, hasta el día en que disfrutemos ya de la Visión Beatífica de Dios en el Cielo. Y en esa contemplación de la gloria de Dios, seremos también trasfigurados, “seremos semejantes a El, porque lo veremos tal como es”. (1 Jn. 3, 2)

Tan bello y agradable era lo que vivieron los Apóstoles en la Transfiguración, que Pedro le propuso al Señor hacer tres tiendas, para quedarse allí. ¡”Señor, qué bueno sería quedarnos aquí”, exclama San Pedro! Así de agradable y de atractiva es la gloria del Cielo, en la que provoca quedarse allí para siempre.

Y eso precisamente nos lo ha prometido el Señor: nos ha prometido la felicidad total y absoluta: para siempre, siempre, siempre. Ese es el gozo del Cielo, que los Apóstoles pudieron vislumbrar en los breves instantes de la Transfiguración del Señor.

Si queremos, al Cielo podemos ir, transfigurados podemos ser, pero antes hay pasar por la Cruz, porque Jesucristo bien lo dijo antes de la Transfiguración: no hay Vida sin Dolor, no hay Resurrección sin Muerte, no hay Gloria sin Cruz. Esas son las condiciones. (Mt 16, 24-25)

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