Crónica urbana – Sucursal del cielo

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Ahí permanecía acurrucada en estrecho valle, al pie de un gigante verde llamado cerro El Ávila, la ciudad de Caracas, capital de un país con nombre federativo: Estados Unidos de Venezuela. Caracas todavía era pequeña y conservaba perfiles de antaño con airosos techos rojos y calles angostas tendidas bajo el devenir humano de las parroquias El Recreo, San José, La Pastora, La Candelaria, San Agustín, San Juan, Santa Rosalía y Sucre. La habitaban unas 300 mil personas, la mayoría de ellas venidas de ciudades del interior y de pueblos vecinos.
Además, mantenía un agradable clima con ráfagas de frío que bajaban por aberturas del cerro, en especial cuando finalizaba el año, lo cual permitió que alguien en alguna ocasión la calificara como Sucursal del Cielo. Por el centro se deslizaba un apacible río llamado Guaire, en otros tiempos cristalino y navegable, corriente que mantenía sombreados espacios de altos árboles. En algunas calles todavía existían huellas de lo que fueron un tranvía eléctrico y el coche de un popular personaje de nombre Isidoro.
Era una ciudad de alto perfil histórico, cuna del Libertador Simón Bolívar y de otros ilustres ciudadanos que alcanzaron lauros para ofrendárselos a la patria. El brillo de esta gloria enorgullecía al gentilicio, hombres y mujeres de distintas edades nacidos de raíces y colores diferentes, pero con presencia bajo un mismo sol.
Servía de sede al Gobierno nacional, con despacho Ejecutivo en una mansión llamada Palacio de Miraflores, además de los poderes Legislativo y Judicial, el primero funcionando en una afrancesada edificación conocida como El Capitolio. Desde Caracas se había manejado siempre los hilos de la función política del país, en medio de luces o de sombras, enfocadas de acuerdo a las circunstancias.
Así, siendo esta ciudad el centro nacional de importantes decisiones, punto de acción pública en todo momento, estuvieron aquí en su hora los líderes de la Independencia, los caudillos de la Guerra Federal, y también esponjados jefes de montoneras olorosos a pólvora y de rebuscadas proclamas. Estos últimos personajes habían sido generales de chopo y piedra, eternos dueños del poder sin dejar espacios de protagonismo a la figura civil.
A fines de los años 40’ del siglo pasado esa Caracas era una ciudad de trabajo, alegre, siempre en la gloriosa creatividad de la mamadera de gallo. La gente cumplía labores en pequeñas industrias, en empresas de servicios, en cargos del Gobierno y en rentables oficios particulares. Se sentía confiada porque había seguridad en las calles y en otros lugares públicos. La prensa en sus páginas de sucesos reseñaba hechos de poca monta, delitos menores de rateros, y en ocasiones algún crimen pasional o un fatal lance entre hombres que defendían con valentía el honor personal.
Para divertirse había espacios muy atractivos, llamados “fuente de soda” o “dancing”, donde se bebía y se bailaba, a veces con actuaciones de artistas del canto. La gente asistía a un gran parque de exótico nombre, Coney Island, ciudad de aparatos mecánicos para la recreación. Allí no era extraño ver y oír en iluminados escenarios a cantantes famosos como Pedro Vargas, el trío Los Panchos, María Luisa Landín, María Victoria, Toña La Negra, Tito Guízar y otros de la aplaudida farándula mexicana.
A esos ambientes iban los capitalinos a entretenerse, sobretodo la gente joven, entre éstos los que presumían estar en la cresta de la moda, llamados “patiquines”, quienes atacaban con sobrepasados galanteos a las muchachas, pero a veces ellas rechazaban el ataque con el refrán de moda: “Estás equífero”. Y entonces el galán respondía: “No si así es qués qués”.
De gran atracción popular era el cine, mundo de historias proyectadas en blanco y negro sobre una pantalla que mantenía al público cautivo. Además, los caraqueños iban a corridas de toros en un redondel de admirada arquitectura llamado Nuevo Circo, en el cual también se presentaban actos políticos y artísticos. Igualmente se asistía a las carreras de caballos en la urbanización El Paraíso, exclusivo espacio de bonitas casas-quintas donde existía un hipódromo con apuestas en taquillas y un juego conocido como 5 y 6.

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