Planteamientos – Inseguridad, violencia y narcotráfico

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En América Latina y en Venezuela, hace dos décadas atrás, ni la inseguridad, ni  la violencia ni el narcotráfico, registraban las alarmantes cifras que hoy muestran los diversos informes que elaboran las oficinas gubernamentales y las agencias dedicadas al estudio de una problemática, cuya magnitud hace que se le reconozca como un verdadero flagelo de orden estructural. No obstante, eran motivo de preocupación general.
En 1991, el fiscal general de la República, Ramón Escovar Salom, en su Informe al Congreso Nacional, señalaba que “el peligroso ambiente de inseguridad que se vive en Venezuela sigue siendo el primer problema nacional y el que requiere la más alta prioridad del Estado”. En el Informe de la OEA (2010), se menciona que la seguridad pública y la delincuencia cobran más vidas que cualquier enfermedad. “Un tercio de la población total de la región cada año es víctima directa o en su núcleo familiar de algún acto delictivo”. Según el Ministerio de Relaciones Interiores, Justicia y Paz, para el 2013, la violencia alcanzó al 39% de la población venezolana.
El anclaje social que ha adquirido el fenómeno, su permanencia en el tiempo y los resultados que arrojan las políticas y programas que en cada período gubernamental se instrumentan para combatirlo, asociado con la manera de abordarlo, se traducen en un tratamiento desarticulado y poco efectivo que justifican el calificativo de estructural, reforzado por la complejidad y diversidad de aspectos que en el mismo se conjugan. No es una cuestión solo de marginalidad urbana, es multifactorial: político, social, económico, cultural y de gestión.
Es casi unánime el reconocimiento que la corrupción, la impunidad, la penetración del narcotráfico, la falta de capacidad policial, la promoción de la violencia mediática y de antivalores contribuyen a agudizar la situación, incrementando los niveles de gobernabilidad en todos los ámbitos: nacional, regional y municipal.
En el renglón mediático, obviamente la delincuencia, la criminalidad y la inseguridad  no son generadas por la televisión, pero ésta puede incidir de manera positiva o negativa en ella. Por decir lo menos, luego de la aprobación e implementación de la Ley de Responsabilidad Social en Televisión y Medios Electrónicos (Ley Resorte), quién le hizo seguimiento y evaluó su impacto, en diez años de aplicación.
En la industria del entretenimiento, la violencia, en todas sus expresiones, al lado del sexo, del alcohol y de las demás drogas, son parte del “coctel mediático” con el cual se induce o modela el comportamiento de algunos ciudadanos. Hay un todo un arsenal que la realidad, globalizada y localizada, se encarga de proveer como inspiración para la mayoría de los guionistas que aspiran a la celebridad y a elevar el “rating” de las televisoras. Cualquiera puede preguntarse: ¿Y la ética profesional? ¿Por qué ocurre esto?
El especialista en el tema, V. Romano, en su obra: La violencia mediática. El secuestro del conocimiento. (Colección Tilde. 2012), afirma: “La fascinación de la violencia responde a la filosofía del éxito social a cualquier precio, del individualismo y egoísmo primitivos frente a la cooperación y solidaridad, propias de la especie humana”.
El narcotráfico puede ser un negocio redondo, montado en una fábrica de de producción de metanfetaminas, ideada y puesta en marcha por un profesor de química, quien luego de diagnosticársele cáncer decide montar su empresa para garantizar el futuro de su familia. El mundo de la ficción, hace tenue las fronteras con la cotidianidad donde se despliega esta subcultura, cada vez más avasallante, como lo muestra “Breaking Bad”, la serie televisiva estadounidense que acaba de finalizar, batiendo record de audiencia. Quiérase o no, una suerte de manual para que los aspirantes a emprendedores en este campo de la economía subterránea, puedan aprehender sus intríngulis en cómodas lecciones.
Por lo pronto, se aprecia un cambio en el enfoque de gestión tradicional hacia un enfoque estratégico del problema: se pasa de una visión en la cual las estructuras de control, jerarquía y concentración de poder impiden los acuerdos de concertación, debido a las diferencias ideológico-partidistas que establecen férreos límites a dicha posibilidad, a otra donde se reconoce que todos los actores son importantes porque lo que está en juego es la vida.

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