Sentimiento nazional

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Llego temprano a la parada y están los mismos de siempre. Veo al loco en bóxers lleno de cal hasta las piernas. Veo al cajero con su lonchera tibia y el anillo de recién graduado. Veo a la enfermera con su mosaico de bacterias en el uniforme. Los veo a todos. Veo a esa señora.
Desde hace semanas he asumido la espera como una cátedra de antropología popular. Busco cazar alguna de esas conversaciones que chocan en el aire, que se meten en los oídos y en las tapas de las barrigas. Descubro que no hay mejor forma de conocer a un compatriota que guardando un puesto: las colas son los laboratorios del pensamiento venezolano contemporáneo.
La señora (una catira de gesto fuerte, arrugada hasta el lóbulo de la oreja) me dice esto, sin preparación y de la nada, mientras llega el autobús:
-Aquí en Venezuela nosotros tenemos mucha raza mala, mucha sangre de gente floja y coño de madre. Yo siempre he dicho que Hitrel (sic) tenía razón: la raza de un país tiene que ser pura.
Yo volteo buscándole una esvástica tatuada en las uñas o una SS de hojalata colgándole del cuello. Me cuenta que es atea, luego que le dicen nazi por ser disciplinada. Ahí es cuando alcanza la cumbre:
-Aquí hay tanta mierda, amigo, que la única solución es una limpieza de sangre.
Partimos. Eva Braun a bordo. La propaganda del gobierno se encarga de taladrar las bondades del país en una pantalla. Aunque le he fabricado dos o tres frases vacías como respuesta, la vieja sigue proponiéndome su “solución final” nacional. Me habla del mito del bochinche y la mierda, de la aniquilación necesaria del mestizaje. Mientras la escucho, reparo en el abismo que nos circunda, en nuestro exilio portátil, en la derrota íntima del venezolano. Personas (monstruos) como ella, sin ir más lejos, visibilizan eso otro que somos: una comunidad de verdugos distraídos, un país de chivos expiatorios sueltos.
Hail Hitrel. El camino se hace más pesado por el descaro del tráfico. Se suben niños, adolescentes, embarazadas, todos los discapacitados por la ley de la calle. Traen las caras tristes, manchadas, como si el humo se les hubiese paralizado en el sudor. La vieja los mira con odio, los acusa con la lengua. A todos los ahoga con su nube imaginaria de ceniza. Ahí es cuando me reincorpora, dándome un jalón en el brazo:
-A estos hijos de puta hay que quitarles el país.
[…]
Exageramos, sí, siempre exageramos.
El chofer del autobús lee uno de esos periódicos vespertinos que se consumen en la periferia de la ciudad. En la contraportada, debajo de los triples ganadores de la lotería, está la foto gigantesca de un adolescente abatido con cinco tiros en la cabeza. El colector, suspendido por el morbo, le arrebata las hojas y procede a cobrar los pasajes con violencia.
Son las 8.25 a.m. Yo me guardo un dolor: el día parece una suma de holocaustos individuales

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