Por la puerta del sol – Sin Dios no tendríamos pensadores (3)

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Opiniones, pensamientos y creencias, son producto de mis lecturas, observaciones, aprendizajes, argumentos, reflexiones y conocimientos adquiridos a lo largo de la gran travesía de mis años, en absoluta libertad.

Creer o no creer no cuenta tanto en la vida como el amor, las satisfacciones y la paz. Todo se resume en estas tres palabras.
Desde pequeña aprendí que Dios es el principio y el final, Alfa y Omega de todo lo creado.

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Eran gigantes los planes y sueños que en sus manos Dios modelaba… La tierra estaba informe y vacía, tinieblas cubrían la superficie del abismo. El espíritu de Dios se movía de aquí para allá. Del horrido e insondable abismo produjo la gran explosión, rugían vientos en el espacio tenebroso y al instante millones de rayos resplandecientes anunciaron su creación incomparable.

Tormentas horrísonas bramaban fertilizando la gran inmensidad; del cielo nació la ciencia que a lo remoto ha ascendido, ciencia que extraviada a veces en sus laberínticas matemáticas y temerarios vuelos ha necesitado de la luz del faro de la fe para explicar lo que llaman los astrónomos “teoría del Big–Ban”. Los insondables enigmas de Dios no hay sabio que pueda descifrar porque su mente es limitada.

Y dijo Dios: “Hágase la luz y la luz fue hecha”. Al instante miles de rayos anunciaron la Creación incomparable. El mundo fue hecho sin pausa ni sueño. Dividió Dios la luz de las tinieblas; al elemento árido le dio el nombre de tierra y a las aguas llamó mares, ríos, lagos, afluentes. Dijo: produzca la tierra yerba verde y árboles que den fruto y vio que la cosa era buena. Brotó mágico el torrente, se oyó el chasquido del agua contra la playa, la acequia corría con su manso e inmutable sueño viajando y regando las praderas, el aura reflejaba callados romances debajo de las aguas de un lago; surgieron las montañas, los llanos, los polos y el hondo azul orbes sin fin ofrecía a la mirada; a través de la lluvia se veían más bellas las colinas que iluminaba el sol. La floresta se hizo un arpa inmensa, en las ramas el trino hizo su hogar por siempre, surgieron los recodos del silencio, el brote de las siembras, cipreses y boscajes; en cada aurora y crepúsculo encendido, su sonrisa el Creador al mundo regalaba.

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Y dijo luego Dios: Que haya lumbre y cuerpos luminosos en el firmamento que distingan el día de la noche, señalen los
tiempos, las estaciones, los años y así fue hecho; la luna mostró su regio y albo resplandor sobre la altura. Creó luego peces y animales, reptiles y aves que vuelan, los bendijo y dijo: Crezcan y multiplíquense; todo el reino animal fue hecho.

Hizo al hombre, le echó la bendición y le dijo: Crece y multiplícate, hincha la tierra, trabájala y sé feliz en ella. Le dio la naturaleza, las aves del cielo, los animales de la tierra y de los mares para que estuvieran bajo su dominio. Allí empezó la historia de la humanidad de la que más tarde brotaría la ciencia. Pitágoras vio que la forma del tiempo era la del círculo que más tarde estableciera Galileo a través de las matemáticas, como el lenguaje de los descubrimientos que la ciencia habría de conquistar.

El Eclesiástico dice que todo tiene su tiempo de nacer y su tiempo de morir, su tiempo de luz y su tiempo oscuridad, su tiempo de siembra y su tiempo de cosecha. La ciencia busca descubrir la lumbre del cielo inspirada por la lira de los conocimientos del hombre que vibrará hasta que solo quede de él el fúlgido sol que de sus sienes emana.
Continúa la próxima semana.

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