#OPINIÓN Del Guaire al Turbio: Píntame angelitos negros #24Jun

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Cuando oí por primera vez el poema de Andrés Eloy Blanco hecho canción por el mexicano Manuel Álvarez Rentería, pensé en el padre Cayito. Así llamaban a Mons. Ricardo Zúñiga, párroco de la iglesia de Sta. Teresita en San José de Costa Rica, capellán y profesor de Religión en el Colegio Superior de Señoritas, donde estudié el primer año de bachillerato. No sabíamos rezar el Yo, pecador, decía, debíamos decir Yo, pecadora, ¡más feminista que nosotras mismas!! El P. Cayito ofició su primera misa en Roma, donde se había ordenado y a ésta asistió una joven francesa de 15 años que quería ser carmelita descalza, pero como no tenía la edad requerida, acudió a pedirle al papa León XIII permiso para ingresar al convento. Ella es hoy Sta. Teresa del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia.

¿Pero por qué relaciono los angelitos negros con mi profesor de religión? Porque en esa iglesia de la santa de Lisieux, en cuya construcción y nombre intervino su párroco, él hizo pintar en el ábside una multitud de angelitos de todas las razas, unos años antes del poema de Andrés Eloy. Me metí en Internet, busqué esa entrañable iglesia: han desaparecido todos los angelitos del ábside, ni negros, ni blancos ni morenos, fueron reemplazados por un solo color neutro. Muchas veces restauración es sinónimo de mutilación.

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Viajando por Europa, cuando los venezolanos éramos estimados, no había restorán con música donde no nos dedicaran Píntame angelitos negros casi como nuestro segundo himno nacional.

La verdad es que en el cielo no hay angelitos negros, ni blancos, ni indios. En la eternidad no hay razas, colores sí, cada uno luciendo todo su esplendor. En la temporalidad deberíamos seguir ese ejemplo, por no seguirlo el mundo es un caos y Estados Unidos, hoy, un hervidero de violencia. Como decía san Josemaría Escrivá, en la tierra hay una sola raza, la raza de los hijos de Dios. Ni siquiera es posible pretender definir una etnia por rasgos físicos. Son tan arios los cacareados blancos de Hitler como los oscurísimos arios de la India. Eso de caucásicos y afroamericanos con que en Estado Unidos pretenden clasificar a la gente, me hace recordar a los nórdicos pelirrojos con pelo de rizo apretado, catires de pestañas blancas con narices ñatas, negros de ojos claros y la belleza indiscutible de una venus o un apolo de marfil, de ébano o de ámbar, ¡que más da el color!

Hace muchos años una amiga mía, refiriéndose a una de ella muy felizmente casada con un chino, me dijo esta inusitada frase: Creo que es mejor casarse con hombres de raza inferior. Mi grito de protesta debe estar todavía ululando en el espacio. Raza inferior la de los discriminadores.

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Si juzgamos por nuestros conceptos terrestres y antes los dolorosos acontecimientos racistas del pasado y de hoy, cuando al final de los tiempos se complete la población total del cielo, habría más negros que blancos, porque en materia de martirio, lo negros le llevan un morena a los blancos: siglos de esclavitud, tráfico de personas, explotación, humillación, discriminación, desprecio, ensañamiento policial, en una palabra, odio a un color de piel. Añádase ahora, en pleno siglo XXI, la persecución a los negros cristianos dentro de sus mismos pueblos, templos quemados en África plenos de su feligresía compuesta por hombres, mujeres y niños.

La persecución racial clama al cielo. De la faz de la tierra ha desaparecido la palabra y la práctica de la caridad, de la misericordia. Pero es que hemos encarado mal el problema. Mientras en cada ser humano el antirracismo sea una muy laudable posición, pero no una convicción profunda arraigada en el corazón, seguiremos mal. Mientras no haya personas que les dé lo mismo tener amigos y compañeros de cuarto de cualquier color, seguiremos mal. Mientras no haya padres blancos que acepten con beneplácito yernos negros y viceversa, seguiremos mal.

¿Es difícil? Sí, la discriminación es ancestral, más allá de la costumbre, viene en los genes, pero hay que arrancársela del alma si está tan enquistada. Mientras exista, no habrá justicia ni paz. Entonces, a hacerse una operación a corazón abierto, un trasplante. Sólo puede hacerla el Amor, cirujano infalible; a ponerse en sus manos, aun sin anestesia.

Alicia Álamo Bartolomé

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