#OPINIÓN Gaveta azul: El animal… La bestia #20Jun

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¿Cuánto  de la naturaleza  animal  se mantiene en nosotros?.  ¿Duerme  el  animal  y  por  ello  se  requiere  estar vigilante a evitar que  despierte?

De las preguntas que con asiduidad y  en momentos  de acercamiento  escucho  de mis alumnos,  la que  escruta el problema  del  animal  en el  hombre,  es de  las  más complejas  de  explicar  pese  a su aparente simpleza.  El asunto radica en una  debilidad común centrada en un falso orgullo  que impide a un porcentaje altísimo de seres  reconocer,  y  por  ende  aceptar,  el  hecho de ser  un  “animal” que habla, duda y piensa.

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Un animal  muy particular,  pues  al momento de alcanzar  la  facultad  de relacionar analogías abstractas (pensar) y articular  fonemas (hablar) sobredimensiona su origen (salto cualitativo)  y  gana  la  dimensión humana que  le  permitirá  —si lo quiere, desea y opera conscientemente en favor de ello—  continuar evolucionando   con  la  alternativa adicional  de dirigir  esas vías  evolutivas a voluntad. 

Nuestros hermanos de la inmediata escala que no articulan un lenguaje pero se comunican entre sí,  muestran destellos  de  actividad mental y atisbos de memoria repetitiva que pueden definirse como rudimentos de actividad  pensante. Por otra parte en su estado salvaje  no pueden darse el lujo de dudar; y de suceder sería una sola vez, con resultado inmediato: La muerte. El animal  es  legítimo prisionero de su infalible instinto. No puede equivocarse, errar es carencia grave. Nosotros tuvimos la osadía de surcar caminos desconocidos y el error y sus riesgos nos condujeron  —en  rudos periplos  de fatigas,  sangre y  crueldad durante largos y  lentos milenios—  a la razón inteligente.

Cualquiera  de las condiciones de vida de la naturaleza que  evolutivamente supera a  otra, conserva sin embargo la condición inferior  —en referencia a la calidad  vital y sus expresiones—  como sustrato y  fondo de la nueva dimensión vital a  la que se accede.  La  vida  mineral —la  piedra—  es  sustrato base del reino vegetal, y  éste se encuentra  presente en la vida animal.

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Dadas las premisas anteriores es lógica e innegable la vida  animal presente en la condición humana, con mayor y más destacable  presencia  que los otros reinos superados en su trayecto evolutivo. Basta observar el ADN humano en comparación  con el de los primates superiores, de donde se deriva  la rama que a posteriori llega al ser humano actual. Un porcentaje  cercano  al 98% del material genético  lo compartimos  con nuestros “primos” los  monos  superiores  y esa estructura basal netamente  animal, no duerme jamás como pregonan, entre otros, algunos sociólogos y psiquiatras. De hecho es falso el supuesto reposo de una naturaleza  animal, pronta a despertar  y rebelarse… Al contrario, el animal infraestructural nunca duerme y la razón (polo dominante de  la  dimensión  humana) solo  debe  estar atenta  a  un  control  que  le mantenga en sus tareas  sin desmayo y en la debida forma,  pues solo  la  porción animal en nosotros puede  operar  los  mecanismos  vitales en la  forma  óptima de procesos “virtualmente”  automatizados  al máximo. La  incesante sustentación primaria de la vida orgánica es responsabilidad  del animal interno.   Maneja  tus circuitos  de  flujo constante,  la respiración y  motricidad total del cuerpo denso.  De su rutina no  escapa unidad o sistema  propio del biostato orgánico, sólo que  en  vigilia está bajo el monitoreo  ejercido por  la  supra estructura  de  la razón  y el pensamiento  analógico.  Pero sigue  siendo  el  animal  lo instintivo puro  al acecho,  que  tenaz  y  contundente  deambula  a placer  por tus entrañas  procurando  el instante débil,  buscando  la grieta potenciada  por la  ira;  el súbito abandono a la pasión enfermiza  del deseo o el  dantesco zarpazo  del  hambre insatisfecha. 

Gónadas, estómago  y  grupo hepático son sus mejores  predios de  asalto a la frágil pátina de  la  razón cultivada. Superficies  de  ataque y combate en las que atiende sin pausa al impacto  pasional  o  emotivo que le dispare incontrolable y derrumbe en segundos el edificio milenario  construido  tras  el balance   triunfal de  millones  de combates  librados en el campo del alma, donde el espíritu divino  ilumina  incólume una senda lejana  que paso a paso  —salvo uno  u otro retroceso, a veces breve  y  no  pocas  bordeando  lo irreversible—  nos acerca al camino de la sublime perfección pautado por el espíritu, a cuyo fin emprende  sus intentos de  acción perfecta, palabra vigilada  a conciencia,  pensamiento puro e incontaminado, libre de emociones negativas.

Y una advertencia final en cuanto a las actitudes frente  a  nuestro  animal  potencial.

El  alerta más importante respecto a  convivir  con  la  animalidad que  nos  sostiene, es recordar  que en cualquier instante  puede librarse  de  su vestidura de sirviente para faenas del cuerpo denso  y aupado por gónadas sedientas de lujuria,  iracundos  zarpazos hepáticos e incluso  hasta por  el ataque de un estómago vicioso o hambriento se dispara  a liberar  al inquilino  del  umbral.  Peor aún,  liberado el  habitante de la caverna  se apodera  de cuanto  otea  a su alcance,  anula la  volición  restrictiva  de la razón sensible, te atrapa,  amordaza y encierra en sus mazmorras.

Será difícil creerlo, pero el  maligno,  una  de  cuyas  semillas  anida  constante  en    alguno de nuestros riñones, siempre  acecha, motivo que obliga a una vigilancia  responsable de  nuestras acciones y conductas, alerta a carencias, vicios o debilidades que pudiesen  facilitar la rebelión de la bestia interna, que alguna vez descansa pero jamás duerme.

Pedro J. Lozada

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