#OPINIÓN Patria #7Jul

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Hoy quiero contar dos historias. Nada especial. Solo dos historias que me parecen oportunas a sabiendas del movimiento migratorio venezolano de los últimos años. 

A la primera podemos llamarla Adolescencia.   En la adolescencia conocí a Sergio Alustiza. Era español, de origen vasco, y había llegado a Venezuela en los años 50, huyendo de las tenazas metódicas e insaciables de la dictadura franquista. Alustiza prosperó en el Barquisimeto apacible de antaño y cuando lo conocí, era el propietario de una panadería que colindaba con el colegio donde, en aquella época, yo cursaba el bachillerato. A esa panadería íbamos en grupo los de mi sección, durante el receso de las cuatro de la tarde, a engañar el hambre con panes piñita y refrescos. También, de manera regular nos reuníamos allí para realizar algún trabajo pendiente o solventar algún imprevisto académico que se hubiera presentado a última hora. La panadería de Alustiza era nuestro centro de operaciones. Recuerdo a Alustiza de manera nítida, siempre encima de la caja registradora, con su pelo canoso, su bigote perfectamente delineado y su dicción vasca; dicción que conservaba como si acabara de bajar del buque que lo trajo al exilio y como si se tratara de un cable ultramarino que lo conectaba con su España natal. Era un hombre muy circunspecto, al que ninguno de los de mi grupo vio reír jamás y conservaba una distinción sin fisuras que lo hacía parecer ajeno a todo lo que ocurría en la ciudad. Sin dudas, parecía estragado por una nostalgia tenaz que tenía mucho que ver con los días azules de su vida bilbaína. En su panadería resaltaban muchas cosas, pero una por encima de todas: siempre se escuchaba música española en las corneticas que estaban en torno a la caja registradora. Y entre toda esa música, la más habitual eran unos pasodobles que Alustiza escuchaba con especial emoción. Un día, inolvidable para todos los que estábamos allí, pareció salir de su ámbito de soledad y, en un arranque de temeridad, acaso aguijoneado por algún recuerdo recóndito del Bilbao de su infancia, tomó del brazo a una de las despachadoras que trabajaba en el lugar y sin mediar palabras, se puso a bailar con ella el pasodoble que apenas comenzaba. Fue una explosión de júbilo en toda la panadería. Alustiza y la despachadora bailaron aquel pasodoble melancólico de manera muy suave, con una cadencia lúgubre que lo mismo podía ser de júbilo que de tristeza y, al terminar, los dos volvieron a sus puestos habituales, como si aquello no hubiera ocurrido nunca. Mientras la clientela permanecía en éxtasis, yo pude observar que los ojos de Alustiza se humedecieron y se tornaron muy brillantes, como dos focos de neón transparente. Con el paso de los años y gracias a los programas informáticos de intercambio musical, logré conocer que aquel pasodoble tenía por nombre Suspiros de España y, que ese mismo pasodoble casual, era algo parecido a la banda sonora del exilio español, es decir, la diáspora española que se desperdigó por el mundo como producto de la guerra civil de aquel país. Sin dudarlo, lo descargué en la misma versión que sonaba en la panadería de Alustiza aquella tarde y todas las tardes. Es la versión que cantaba el mítico coplero andaluz Manolo Escobar, de su disco Grandes Pasodobles.

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En mi soledad suspiro por ti.

España, sin ti muero.

España, sol y lucero.

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Muy dentro de mí te llevo escondida.

Quisiera la mar inmensa atravesar

España, flor de mi vida.    

La segunda historia podría llamarse Éxodo. En febrero de 2019, mi esposa y yo pertenecíamos a la comunidad de venezolanos en Quito o al éxodo venezolano en Quito, que para efectos prácticos es lo mismo. El sábado 22, como la mayoría de venezolanos alrededor del mundo, nos encontrábamos viendo por streaming el concierto en Cúcuta que ejercía como abreboca para el ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela, al día siguiente. En un momento dado, mientras veíamos la presentación de Ricardo Montaner, mi esposa cazó entre los matorrales de las redes sociales, un mensaje donde se convocaba a la comunidad de venezolanos afincada en la capital ecuatoriana a una concentración al día siguiente, con el objetivo de brindar respaldo humano y moral en esa jornada que se vislumbraba crucial. ¿Iríamos a la concentración? Por supuesto que iríamos. El domingo 23, al filo del mediodía tomamos el colectivo que nos condujo al majestuoso parque La carolina, en el norte de la milenaria ciudad de San Francisco de Quito, apodada “la carita de Dios” por sus pobladores. Era una tarde gris, el cielo estaba completamente nublado y caía la misma llovizna tierna que está cayendo desde principios de siglo. Había un numeroso grupo de personas. También, dos potentes cornetas donde se amplificaban las proclamas patrióticas de los organizadores, intercaladas por música del llano venezolano. Para todos los presentes, era como si un pedazo de nuestro país se hubiera materializado en pleno corazón de Quito. En un instante de la tarde, comenzó a sonar el tema Venezuela, interpretado por Luis Silva, y mientras degustábamos una chicha al estilo criollo, que funcionaba como un elixir de resurrección, pude ver a través de la cortina de niebla, a una señora que llevaba chaqueta tricolor y estaba sentada en un banco de madera. A continuación, la señora se levantó y comenzó a ondular su cuerpo al compás de la música, y finalmente levantó sus brazos al cielo en el instante en que la voz de Luis Silva canta “enterrad mi cuerpo cerca del mar, en Venezuela”. La escena, desde luego, no me causó una impresión inmediata por el contexto en que estábamos inmersos. Sin embargo, la canción fue repetida hasta la saciedad, y la señora de la chaqueta tricolor repitió aquel ritual, milimétricamente. Sonaba la canción Venezuela por las cornetas, y la señora saltaba como un resorte, a mecerse lentamente al ritmo de la canción y alzar sus brazos al cielo. Era un espectáculo alucinante. Me impresionó como la señora se sumergía en una especie de limbo donde parecía reinar el júbilo y la tristeza a la vez, la alegría y el dolor de manera simultánea. Cuando el evento había finalizado y los asistentes estábamos en retirada, me percaté de que se había quitado la chaqueta en plena llovizna, y lloraba abrazada a ella.

Entre el episodio de Sergio Alustiza y el de la señora de la chaqueta tricolor, hay una diferencia de aproximadamente 20 años. En ese transcurso de tiempo, he escuchado la palabra patria hasta el cansancio. La escuché de una izquierda criolla que la usaba como narcótico para sus seguidores mientras arrasaban el país hasta sus raíces. La escuché de una izquierda regional que la usaba como ariete para derribar democracias imperfectas, pero democracias, al fin y al cabo. La escuché de una izquierda global que la usaba como pretexto para seguir parasitando al amparo de los delirios académicos de Carlos Marx. Tanto la escuché que llegué a odiarla. Perdió total significado. Sin embargo, debo confesar que nunca vislumbré su significado de un modo más concreto, más real, más definido, que viendo a Sergio Alustiza bailar Suspiros de España con la despachadora de su panadería y a la señora de la chaqueta tricolor bailar Venezuela, bajo la llovizna opresiva del febrero quiteño. Allí, en realidad, había patria.

Félix O. Gutiérrez P.

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