#COLUMNA Crónicas de Facundo: Esperando a los causahabientes #15Ene

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Los estudiantes de la generación de 1921 en Venezuela, cuyos huesos y a la intemperie terminan en la cárcel de La Rotunda – los “hijos de papá y mamá” llamaba Hugo Chávez a los de su época, a los de la generación de 2007 – han de ser tenidos como una “inmensa reserva de generosidad” pues son “las fuerzas sanas y vivas del país”, escribe José Rafael Pocaterra. Jóvenes entre los 14 a los 20 años, refiere Pompeyo Márquez en su ensayo sobre “El siglo XX y los movimientos estudiantiles” (2009), acusados de apoyar un paro de tranvías durante la larga dictadura gomecista.

Pero les sucederán, más tarde, los de la generación de 1928. Emerge con un signo distinto y distintivo. Se coloca en los anales de nuestra república civil y democrática, transcurridos 30 años hasta 1958. Dominan, así, la escena del país desde la caída de Juan Vicente Gómez. ¿Qué les dio ese talante a estos muchachos que se estrenan con mítines en el Circo Metropolitano, encabezados por la mítica figura de Jóvito Villalba? 

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Allí están Rómulo Betancourt, Carlos Irazábal, Pío Tamayo, Rodolfo Quintero, Juan Bautista Fuenmayor, Ernesto Silva Tellería, Francisco Olivo, Augusto Malavé Villalba, Mercedes Fermín, Miguel Acosta Saignes, Hernani Portocarrero, Inocente Palacios, entre otros tantos. Villalba es reconocido como “uno de los hombres auténticos de que puede ufanarse la Venezuela joven”, se dice. 

La cuestión la responde a cabalidad, sin ambages, Manuel Caballero: “Los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela comienzan a plantear una nueva oposición, civil, y más doctrinaria”. Eran hombres de ideas, no solo unos idealistas, menos traficantes de la política.

El ecosistema político que avanza en Iberoamérica y España, al que no escapa Venezuela, tras la dramática experiencia del Covid-19 y la generalizada restricción del Estado de Derecho que ella provoca, tras 30 años de tensiones y deconstrucciones se abre a otra etapa, que a buen seguro cubrirá otros 30 años hasta 2049. Las mayorías ahora piden estabilidad y normalización en la vida social. Buscan proyectos de vida, pero para sí. Acaso se encuentran escaldadas o esquilmadas por las olas de violencia que ellas mismas atizaran y que amainan. Coincide esto con la guerra de Rusia contra Ucrania. 

Los líderes de estas potencias, antes del aldabonazo en las puertas que separan al Oriente de Occidente, han sido contestes en la inauguración de una Era Nueva global y para las relaciones internacionales. Pero global en lo económico y científico-tecnológico, mientras que sería doméstica o localista en sus apreciaciones sobre la libertad.

En suma, apuestan las gentes, así, por la serenidad de lo cotidiano, más hedonismo y menos la zozobra que impone la brega colectiva por la democracia. 

Chile es un buen ejemplo. Tras las escenas de barbarie popular que catapultan a Gabriel Boric al gobierno, su propuesta constitucional, propiciadora de la fragmentación social e institucional termina siendo rechazada por quienes en el día anterior le apoyaban. Otro tanto podría ocurrir en Colombia, tras las revueltas incendiarias que llevan al poder a Gustavo Petro. Pero la óptica que atrae puede mirarse en El Salvador y su «dictador digital», Nayib Bukele. Mediando encubiertas ententes con las mafias del crimen o “maras”, ofrece acabar con dureza los homicidios de estas, incluso apelando a una violencia sin frenos legales para darle a la gente paz; que es lo quiere. Paz, así sea la de las espadas o la de los sepulcros. 

La lucha opositora para una vuelta al orden constitucional y democrático que concluye en Venezuela con el archivo de la manida “transición”, es indicativa de las preferencias que buscan dominar. Se desmonta el Estatuto que la rige, pues importa más el acceso a los dineros de la república en el extranjero, para aliviar – se arguye – las penurias de quienes no se han beneficiado con la economía de bodegones, al estilo cubano, impuesta por el régimen de Nicolás Maduro. Las elecciones libres son vistas como una banalidad.

Todo esto ocurre en el marco de ese cierre de esa etapa que se cierra inaugurando otra. La caída del Muro de Berlín, la apertura de la Puerta de Brandemburgo, y la emergencia de las revoluciones digital y de la inteligencia artificial marcaron el tono. Habrá lugar, ahora, a la apertura de otra, sino distinta, sí más clara en sus cometidos desestructuradores, cuando menos en Occidente; no de lo social o institucional que conspire contra la seguridad que reclama el «vivir tranquilos», sino de los valores éticos o universales representados en el imperio de la ley como garantía de los derechos de todos y para todas las personas. Se relativiza aquello que, tras la Segunda Gran Guerra del siglo XX se juzgaba de existencial: el respeto de la dignidad humana mediando órdenes constitucionales y democráticos que conjugasen en favor de la libertad. 

El fallecido Papa Benedicto, en discurso ante sus compatriotas alemanes, les hacía presente el resultado de haber desafiado las ideas del Derecho y de la Justicia, provocando el Holocausto y forjando, antes que un Estado una “cueva de bandidos”. Tras el período de entreguerras, incluso se consolidan un gran número de dictaduras militares y patriarcales en el lado americano nuestro. No fue óbice, es lo que cabe recordar, para que las generaciones estudiantiles tremolasen las banderas de la razón y los ideales que trascienden. Enfrentan al dominio bruto de la fuerza y el historicismo.     

Ante el declive que sufre la generación estudiantil de 2007 en Venezuela, de la que hace parte el exencargado presidencial Juan Guaidó, ahogada por las miserias un liderazgo viejo y nuevo, pero de vieja factura y que es rezago de los años agónicos del siglo XX, ¿emergerá otra, como causahabiente? O dicho en las palabras del Betancourt del Pacto de Barranquilla, miembro de la generación de 1928, ¿tendrá la altivez, “en un país en el que la genuflexión cobarde es la única actitud grata a los ojos de los gobernantes”? 

Asdrúbal Aguiar

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