#OPINIÓN Pequeñas grandes emociones #23Ago

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En 1968 presencié por primera vez una sesión de la Cámara de Diputados. En el orden del día estaba un debate sobre la invasión soviética a Checoeslovaquia, hablaron Escovar Salom, Machín, Baldó Casanova, Herrera Oropeza, todos muy bien en la condena a aquella agresión, pero el gran discurso fue el de Rodolfo José Cárdenas. Una obra maestra de cultura, valores democráticos, buen humor y buen decir. A los dieciocho recién cumplidos estaba muy emocionado, soñaba con que ese hemiciclo defectuosamente iluminado llegara a ser algún día mi lugar de trabajo como representante de los larenses. Y lo fue.

Mucho antes había entrado al Capitolio, fue cuando papá me llevó al entierro de Alberto Ravell, senador por Yaracuy, independiente vinculado a AD, pero el tamaño propio de mi edad, cumpliría diez en unos días y el gentío que atestaba los corredores no me dejaban ver mucho.

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La vida me ha regalado pequeñas emociones que son muy grandes para mí. Hay las personales que son las más grandes: matrimonio, graduación en el Aula Magna o antes, el nacimiento de mis tres hijos. Pero hablo aquí de otras emociones, más pequeñas agrandadas por mi vocación y mi formación personal. La invasión soviética a Checoeslovaquia sacudió nuestras conciencias juveniles. La primera manifestación universitaria en la que participé fue un homenaje a Jan Palach en la Plaza Cubierta del Rectorado ucevista. Los de la Juventud Comunista –casi todos masistas tres años después- que defendían la “solidaridad proletaria” del Ejército Rojo para segar la Primavera de Praga, vinieron a impedirla y la cosa desembocó en una pelea donde los estudiantes socialcristianos sacamos la peor parte. Mucho después pude visitar la bellísima ciudad de Praga, en 2008 creo y en la primera mañana salimos del hotel para ir al bulevar con la estatua de San Wenceslao que era la radiofoto clásica de los tanques rusos entrando, llegamos a la esquina de vista magnífica, el museo a nuestras espaldas, y cuando explicaba a mi esposa y a mi hija menor su significación, me doy cuenta que estoy parado exactamente donde Jan Palach se inmoló. Imaginen ustedes mi emoción.

Así han sido varias, todas muy potentes para mí. Como cuando en abril de 1966 vi publicado en El Impulso mi primer artículo “Los jóvenes y la sociedad larense” o mi primer viaje fuera del país, en 1959 a una Bogotá que le pareció muy fría y lloviznosa al niño barquisimetano que era. Otra emoción inolvidable fue mi primera vez en el Estadio Universitario, papá me llevó a la final del Mundial Juvenil que Venezuela ganó a México. No imaginaba cómo sería un juego nocturno, tampoco sabía que el estadio era verde –en Barquisimeto era de tierra y la televisión era en blanco y negro- así que aquella imagen se quedaría para siempre en mi memoria y vuelve cada vez que voy a un juego. Ir a Fenway Park en Boston el ochenta y tres, entrar al dogout de los Medias Rojas, la foto con Yastrzsemski, pisar su grama fue muy emocionante, pero no equivale a aquella primera en el Universitario.

Sumo y sigo. En 1967 conocí Nueva York, la primera mañana, tempranito me fui a la ONU. Esperé hasta que abrieran. Las salas de la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, como en los noticieros. En 1981 volví acompañando al Presidente Herrera. Entrar al lado de Andrés Aguilar Mawdsley fue toda una experiencia. Lo saludaba todo el mundo, literalmente, desde el portero hasta los cancilleres.

El mismo sesenta y siete, recién bachiller del Lisandro Alvarado, me fui a Londres a estudiar. La mañana siguiente a mi llegada tomé el Underground hasta la estación Westminster, al salir a la calle, con el cielo azul y el viento fresco de principios de septiembre, estaba allí resplandeciente la torre del Big Ben. Después, tanto como podía iba los jueves en la tarde a presenciar los debates desde la galería. Cuando en 1996 fui invitado como Presidente de la Cámara por la Speaker Betsy Boothroyd, tuve que disimular lo que sentía. Ella era muy simpática, pero los ingleses no son de exteriorizar sus sentimientos.

Perdonen, pero cuando uno cumple los setenta y cinco, recordar tiene su encanto.

Ramón Guillermo Aveledo

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