Un secuestro con repercusión diplomática durante la Revolución Legalista #20Sep

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En plena revolución, un joven mensajero danés fue reclutado a la fuerza en La Guaira. Su secuestro provocó la protesta conjunta de tres naciones y dejó al descubierto cómo la diplomacia podía tambalearse ante la arbitrariedad militar en tiempos de guerra civil en Venezuela

En los días turbulentos de la Revolución Legalista de 1892, la violencia y la improvisación marcaron la cotidianidad de los puertos venezolanos. Fue en La Guaira donde un episodio singular puso a prueba las relaciones diplomáticas de tres países. El protagonista involuntario fue William Collins, conocido familiarmente como Willie, un joven de origen danés nacido en Saint Thomas y empleado como mensajero en la legación estadounidense bajo las órdenes del cónsul Phillip C. Hanna.

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La situación política era caótica. Tras el intento de reelección de Raimundo Andueza Palacio, estalló una guerra civil que enfrentó al gobierno continuista con las tropas de la llamada causa legalista, encabezada por el general Joaquín Crespo Torres. En medio del conflicto, la ciudad de La Guaira se hallaba bajo ley marcial, sometida al mando del general Luciano Mendoza, quien se autoproclamó jefe del poder ejecutivo tras la huida de Andueza Palacio y sus vicepresidentes.

Mendoza no dudó en imponer reclutamientos forzosos para engrosar sus filas. Así fue como Collins, pese a su condición de extranjero y protegido consular, fue apresado por un escuadrón. Los soldados lo arrastraron como a un desertor cualquiera, ignorando el hecho de que, en virtud del derecho internacional, ningún diplomático ni empleado de legación podía ser sometido a servicio militar.

En un intento desesperado por evitar su destino, Willie logró soltarse y corrió hacia la casa del cónsul inglés Martin Anderson. Allí estalló un escándalo: sirvientas gritando, desmayos, protestas airadas del diplomático británico. La irrupción de los soldados en territorio extranjero, en plena legación, representaba una violación flagrante de la inmunidad consular. Pero nada los detuvo. A golpes de machete, amenazas de muerte a quien osara impedir la captura, lo arrastraron de nuevo hasta el cuartel, donde fue vestido a la fuerza con uniforme militar.

Protesta de tres naciones

La reacción diplomática no se hizo esperar. Enterado del atropello, el cónsul estadounidense Phillip C. Hanna se presentó en la mazmorra a donde habían confinado a Willie, y exigió con contundencia su inmediata liberación, de no ser así, las implicaciones serían catastróficas, increpó. 

Asimismo, presentó una airada queja a las autoridades de La Guaira. Lo respaldaron de inmediato Martin Anderson, cónsul británico, y el representante de Dinamarca, formando un frente común inédito. La protesta conjunta, firme y enérgica, puso contra las cuerdas al improvisado gobierno militar.

El episodio fue narrado con lujo de detalles por el corresponsal y fotógrafo William Nephew King Jr., quien se hallaba en Venezuela para cubrir los acontecimientos de la Revolución Legalista para el Journal of Civilization de Nueva York. El corresponsal estadounidense destacó la contundencia del reclamo diplomático: la presión ejercida por tres potencias extranjeras obligó a Mendoza a liberar a Collins.

Sin embargo, el agravio ya estaba consumado. Tres banderas habían sido humilladas por un acto de fuerza. El derecho internacional, apenas incipiente en América Latina, había sido pisoteado en cuestión de horas.

Buscando mitigar las consecuencias, el comandante militar organizó una fiesta de desagravio. En ella, Collins debía ser el invitado central, acompañado de los cónsules ultrajados como “huéspedes de honor”. Ninguno asistió. Su ausencia convirtió el banquete en un simulacro, al que fueron arrastrados comerciantes y vecinos del puerto para llenar el vacío de las mesas.

Mientras tanto, Willie comenzó a adquirir fama entre los habitantes de La Guaira. En las tabernas, sus antiguos captores le ofrecían copas como disculpa improvisada. Incluso intentó demandar una compensación económica, aunque no hay constancia de que le fuera concedida.

Memoria de la arbitrariedad

Con el paso de los años, cuando el general Joaquín Crespo consolidó su poder tras entrar victorioso en Caracas en octubre de 1892, aquel episodio quedó relegado a la memoria como una anécdota pintoresca. Pero para William Nephew King, testigo directo, significó algo más: la prueba de que, en medio de una guerra civil, la diplomacia podía tambalear frente al filo de la barbarie.

King, fotógrafo y cronista incansable, no solo relató el secuestro de Collins. También documentó con su cámara la vida de los soldados, de las mujeres que acompañaban las tropas, de los campesinos armados y de la crudeza de la guerra civil. Décadas después, su álbum de imágenes, publicado como Recuerdos de la Revolución en Venezuela, sería considerado el testimonio gráfico más completo de aquel conflicto.

La Revolución Legalista fue mucho más que un levantamiento militar: se trató de la última gran guerra civil del siglo XIX venezolano. Comenzó en marzo de 1892 como un desafío abierto al intento del presidente Raimundo Andueza Palacio de reformar la Constitución para perpetuarse en el poder, y se expandió rápidamente desde los llanos hasta la capital. En el fragor de las batallas, cientos de hombres, mujeres, ancianos y hasta niños perdieron la vida y la violencia dejó cicatrices en pueblos enteros. Tras meses de combates, el general Joaquín Crespo Torres marchó con diez mil soldados hasta Caracas y, tras vencer en Los Colorados y Boquerón, tomó el poder en octubre de ese año. Aquella victoria selló no solo su retorno a la Presidencia de la República, sino también el fin de una etapa de guerras intestinas que habían desgarrado al país durante casi todo el siglo.

Un cierre en sombras

En la crónica de William Nephew King, el episodio de Willie Collins se alza como un símbolo inquietante. Entre machetes, diplomáticos indignados y tabernas bulliciosas, se revela la fragilidad de las instituciones frente al caos de la guerra. La espada, arbitraria e impetuosa, pudo doblegar durante unas horas las banderas extranjeras y reducir la diplomacia a un grito ahogado en las calles de La Guaira.

Pero la anécdota no murió en el olvido. Como un eco persistente, sigue recordando que incluso en los rincones más periféricos de la historia late la posibilidad de una catástrofe mayor. Bastó un joven mensajero danés, arrastrado contra su voluntad, para que el mundo entero rozara con los dedos la sombra de un conflicto internacional. Y fue la mirada de un corresponsal extranjero la que impidió que aquel desvarío quedará sepultado en silencio.

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