Jugando a ser malo

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Son las 9.35 a.m. y los malandros no se despiertan temprano. Estamos pasando frente a la parada del Tecnológico Sucre, a pocos metros de un antiguo tiradero convertido en hotel turístico medieval, castillete amorfo y anacronía con wi-fi, donde acabarían hace unos años, acostado sobre una cama eyaculada, con uno de los delincuentes más peligrosos de centrooccidente: El Popeye.
Los autobuses son más seguros en la mañana (o eso se supone). Detrás de una estudiante se monta un sujeto con camisa negra, corte de pelo Binomio de Oro y dos esclavas de acero en las manos. Mariana me agarra la mano y cierra los ojos. Ocurre lo esperado: «Buenos días, señores pasajeros. Voy a hablarles claro: aquí nada pertenece a nadie”. Mariana me aprieta más duro y me dice que ella sabía, que lo vio desde que se montó. Los delincuentes tienen una apariencia estándar, un pret à porter que los culpabiliza a priori.
Lo siguiente que escucho es esto: «No me miren con esa cara de intimidación. Yo no vengo a robarlos. Acabo de salir de Uribana, tengo dos hijos y no me quieren dar trabajo en ninguna parte. Voy a pedirles que me colaboren con lo que puedan: billeticos de 10, 20 o 50. No me dejen con las manos vacías». La opción, como siempre, es soportar y obedecer. En los autobuses los valientes son pendejos o suicidas.
Mientras vamos sacando nuestra ayuda forzada pienso en los charleros decentes, en los que ofrecen marcalibros con citas bíblicas y figuritas de Looney Toons. Pienso en los que muestran la herida abierta de una puñalada, los que rapean con un minicomponente portátil y venden (“por necesidad, no por gusto”) tres gomitas por cinco, oferta especial este chocolate para las damas, galletas ricas una por diez dos por quince. Pienso en los que andan solos y no inventan hijos, ni Uribanas ni mujeres.
Nos extraña ver que el sujeto no se mueve, sino que se queda colgado de los agarraderos del autobús. A su lado el chofer (como nosotros) parece escaparse por la ventana. De pronto algo se abre paso entre las bolsas y las espaldas sudadas de los pasajeros. Nadie puede verlo, pero está ahí: es un niño de unos siete años apretando una bola de billetes como una plastilina. Tiene una gorra de la vinotinto y una camisa con un muñequito estampado de Ben 10. No sabe lo que hace, pero aquel tipo es su papá.
El niño llega a mi puesto sin mirar a nadie a los ojos. Le doy un billete de 10 bolívares y dos monedas de 0,5. Mariana no habla. Mariana no tiene palabras para la tristeza. Viene la próxima parada: nuevos pasajeros que ustedes no han visto nada, que lo que pasó no existe, que el infierno fue un instante y nosotros lo inventamos. El chofer mira al frente: hay demasiados huecos ahí afuera.
La ciudad y el peligro son dos cosas juntas, como la resignación y el silencio. Popeye murió hace tres cuadras y unos años atrás. Pero así se va jugando el futuro:
Tres cuadras, tres minutos, y una nueva generación para garantizar el desastre.

@zakariaszafra
zakariaszafra.com

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