Del Guaire al Turbio
Si algo es ahora una especie en extinción, es el servicio telegráfico. El viejo y noble telégrafo, inventado por el estadounidense Samuel Morse en 1832, prestó grandes servicios a la humanidad. Fue el primer dispositivo de tele- comunicaciones que proporcionó una forma de relación inmediata entre los ciudadanos y los países del mundo. Durante gran parte del siglo XX no se dispuso de otra cosa.
En Venezuela fue un arma poderosa de contacto y conocimiento para el gobierno dictatorial de Juan Vicente Gómez. Tanto, que el cargo de tele- grafista era muy importante en pueblos y ciudades. Cargo de confianza, por supuesto. Y para el usuario también, pues el telegrafista se encargaba de revisar la conveniencia o no de los textos. Téngase en cuenta que el servi -cio se pagaba por palabras, entonces se redactaba el mensaje con las me- nos posibles, uniéndolas en contracciones rebuscadas y las frases podían salir equívocas. Van dos ejemplos de la vida real.
Una señora enferma viajó con algún familiar desde Barquisimeto, para que la viera en Caracas el famoso Dr. Gómez Peraza. Como en la primera mi- tad del siglo XX todo el mundo estaba con el telégrafo como mono con hue- vo, se ponían telegramas por cualquier tontería para informar a los ausen- tes; incluso, los viajeros se detenían en algún pueblo de la carretera para contar por dónde iban pasando. Pues bien, a la señora barquisimetana la examinó el susodicho doctor y muy campante su familiar fue a poner el telegrama siguiente a la familia: Gómez viola. ¿Tal expresión en los tiem- pos que corrían? ¡Imposible! El telegrafista hizo cambiar el texto.
En aquella época muchos comerciantes y hacendados no habían tenido aún acceso al automóvil, iban en sus negocios a los pueblos vecinos y no tan vecinos, a lomo de equinos. Uno de éstos salió con su mozo ayudante en sendas monturas. Adelantado el camino y finalizada alguna diligencia, resolvió enviar de regreso al joven, pero por supuesto, avisando por el consabido telegrama y eso fue lo que escribió y llegó: Muchacho volviose mula, yo sigo macho. Menos mal, ¡se salvó de tan singular metamorfosis!
¡Ay, qué tiempos! Pero los de hoy, desaparecido prácticamente el telégrafo ante la tecnología cibernética, no dejan de tener sus bemoles. El Internet es una maravilla, pero eso del celular, Ipod, Blackberry, Twitter, etc., con sus mensajes de texto, también economizadores de palabras, ha desarro- llado un nueva taquigrafía digital que está acabando con el idioma. “Que” es “q” , “se” es “c”, la sílaba “ca” se vuelve “k” y así por el estilo. Los usua- rios aprenden a leer esos acertijos incomprensibles para los seres comu- nes que no solemos usar esos adelantos. Me muestran algo como un pe- queño sacapuntas y me dicen que ahí están todos lo libros del mundo, o toda la música del mundo, que tiene 8 o 10 unidades de no sé qué y hay otros con mucho más. A cual más chiquito, mayor capacidad para albergar la sabiduría de todo el planeta. Me quedo lela: ¡esas miniaturas son para mí magia! Es más, ante ellas, me parece mucho más comprensible el Misterio de la Santísima Trinidad, después de todo sólo se trata de tres unidades en una, ¡qué mantequilla! ¿Cuál es el problema?
Cierro esta nostalgia telegráfica con una anécdota muy simpática. Hacia 1980 una señora mayor se la contó a mi hermana. Por allá, declinando la decena de los años 20 del siglo pasado, ella vivía en un pueblo de los llanos donde su padre era el telegrafista. Casi niña, él le había enseñado la clave de Morse y cuando tenía que ausentarse, la dejaba a cargo del telégrafo. Una mañana soleada se detuvo allí un bello automóvil. Una pa- reja muy elegante -apreció la muchacha- se apeó y entró al telégrafo. Él preguntó por el telegrafista y se identificó. Quería poner a Barquisimeto un telegrama anunciando su llegada a la familia. Temblorosa, dijo que su papá no estaba pero ella podía hacerlo. Pensaba muy asustada que ese doctor Antonio Álamo, Ministro de Fomento y por lo tanto jefe supremo del Telé- grafo -en esa época no había ministerios especializados y hasta el petróleo dependía de Fomento- despediría a su papá. Puesto el telegrama, el Minis- tro, sonriente, felicitó a la jovencita por su desempeño y le extendió allí mismo, de su puño y letra, el nombramiento de telegrafista adjunta. Lo conservó como un tesoro. ¿Podría ser hoy así con el papeleo burocrático?
El telégrafo
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