La ciudad como tema – Continuidad y discontinuidad

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En arquitectura no hay obras absolutamente nuevas. Toda obra que parece nueva es siempre una obra en transición: donde coexisten aspectos propios de la arquitectura que pretende superar con características de las obras que vendrán.  En arquitectura no hay revoluciones, solo evoluciones. Esto lo percibimos en las características de obras que se van desarrollando en el tiempo y que muestran cambios, a veces sutiles, hasta que el estilo se muestra ya maduro y se reconoce como nuevo.
Pero no siempre estamos en situación de ver como evoluciona un concepto arquitectónico. Nos referimos a las obras y tipologías importadas que de repente aparecen entre nosotros y de las que no sabemos de donde provienen porque aquí no tienen antecedentes, no las construyeron nuestros arquitectos y no vimos su secuencia genética. Esto es propio de la arquitectura de la dependencia neocolonial: se implantan formas arquitectónicas que no tienen antecedentes locales que nos permitan comprobar la validez de sus propuestas.
A veces, las nuevas obras son tan diferentes, tan novedosas, que a pesar de su evidente utilidad y funcionalidad no las adoptamos para continuarlas. Es el caso de la arquitectura residencial petrolera, la que las diferentes compañías inglesas, holandesas y norteamericanas utilizaron para alojar a su personal.
La arquitectura petrolera no tenía precedentes locales. Por ejemplo, las casas tradicionales paraguaneras tienen paredes y techos elaborados con torta de barro y hasta carecen de cubierta de tejas porque la lluvia es infrecuente y escasa. Eran, sin dudas, casas climáticamente muy eficientes, pero que en nada respondían a las aspiraciones y expectativas del personal petrolero, aun el de origen nacional y para quienes esas casas de barro, en su humildad, eran tambien una visión de la pobreza que había que evitar y superar.
La nueva arquitectura domestica de los campos petroleros le daba una respuesta diferente a la intensidad del sol y del calor.  Por ejemplo, tenían un doble techo, el exterior, usualmente de asbesto y que protegía del sol directo y un techo raso interno. Entre ambos techos, existía una cámara de aire con aberturas en los extremos lo que permitía la circulación y renovación del aire y que el calor del techo externo no llegara al techo interno.
Adicionalmente, la casa estaba colocada sobre pilotes a media altura,  permitiendo que el aire circulara tambien por debajo, ayudando a refrescar la casa.  Además, existían verandas con amplios aleros que impedían el impacto directo del sol sobre las paredes y ventanas. A no existir paredes medianeras, el viento circulaba libremente. Conocí estas casas en Paraguaná y las recuerdo como muy frescas.
Este modelo de vivienda para climas áridos no fue el resultado de una evolución que ocurriera en nuestro propio territorio, sino que llegó como implante cultural, fuera de nuestras tradiciones. A pesar de la probada eficiencia climática de esta arquitectura importada, los constructores y diseñadores de las viviendas levantadas fuera de los campos petroleros las ignoraron y llenaron a Punto Fijo y sus alrededores con las típicas casas quintas: bajas, sin aleros, sin árboles, sin cámaras de aire, encajonadas entre paredes medianeras y con platabandas impermeabilizadas con asfalto, las cuales acumulan tanto calor que aun en las noches los ambientes internos permanecen muy calientes. Obviamente, ante una situación así, todo el que puede instala en ellas algún sistema de aire acondicionado, agregando un gasto, monetario, energético e incrementando la huella ecológica.
Solo conocemos un caso de un arquitecto que no cayó en la trampa climática de la casa quinta tradicional: se trata de una casa diseñada por Fruto Vivas en las afueras de Punto Fijo. Esta obra de Fruto, que nadie analizó para provecho de sus propios proyectos, fue otro ejemplo de cómo se desperdician las buenas experiencias por no ser capaces de romper la continuidad que impone la fuerza de la costumbre.

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