Cartagena de Indias

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No sabría decir si para hablar de Cartagena de Indias, como dice el poeta Pedro Granados, se necesita una llave. Pero es imposible para quienes trajinamos la historia, abstraernos del hecho de que Cartagena es la ciudad más fotografiada de Colombia, y tiene ya más de doscientos años de su declaración de independencia, objetivo que no logró tener definitivamente sino en 1821. Tiene proximidad con Maracaibo por el hecho de que el descubridor del Lago, Alonso de Ojeda, fue su primer gobernador.
Cartagena es una de las ciudades de América con más historia. Posee la cerámica más antigua del continente. Sus descubridores y fundadores, Rodrigo de Bastidas y Diego de Heredia la amaron desde que pisaron su tierra. A pesar del asedio de los piratas Francis Drake y John Hawkins, de la humillación de los portugueses que la convirtieron en ciudad de negreros, su suelo estaba destinado a la satisfacción de necesidades económicas, espirituales y estéticas a lo largo de su historia.
En efecto, Cartagena se convirtió en los días de la colonia en el obligado puerto de los comerciantes de esclavos y en puerto de tránsito de los virreyes destinados a Lima y Buenos Aires y en sus muelles se anclaron los barcos que cargados de plata del Perú, llevaban esa materia prima que servía a los tesoros de España como potencia.
Esos barcos zarpaban muchas veces y se convertían como náufragos en el mar, al ser embestidos por los piratas, quedando como dice la canción “Niebla del riachuelo” amarrados al recuerdo, porque esas naves al morir, llevaban el sello de Cartagena.
Esa gran ciudad colombiana debe su alegría a que fue habitada por soldados andaluces que se casaron con bellas nativas.  Exhibe la devoción a San Pedro Claver, ese sacerdote jesuita que desde que se ordenó en esa misma ciudad, no hizo otra cosa que defender y atender a los esclavos venidos del África. Ordenes religiosas como los jesuitas, franciscanos y las monjas Clarisas, dejaron huellas indelebles en Cartagena, como lo atestigua el antiguo Convento de Santa Clara de 1607, convertido hoy en el mejor hotel de la ciudad.
La Cartagena de los mártires de la independencia de 1816, la de Tomas Herrera, Rafael Núñez y Gabriel García Márquez, es hoy un destino turístico obligado, patrimonio de la humanidad desde 1985, fortificada y amurallada, exhibe una policromía en sus casas que traspasa el umbral de la belleza.
Pero lo que más admira el forastero es la colección de aldabas que exhiben las casas de su centro colonial. En cada aldaba hay un misterio, han sido testigos del tiempo, el latir de la ciudad, son llamada y sonido. Ni el sol que tuesta, ni el cosmopolitismo del progreso han podido borrar los vestigios de los productos perdurables de esos artesanos del hierro, verdaderos orfebres de lo sencillo, que colocaban en las manos de los que golpeaban las puertas una intercomunicación entre la intimidad privada y el público acontecer callejero.
Cabecitas de iguanas, leones, dragones, finas manos, pájaros, águilas y figuras mitológicas, conforman una vasta colección de aldabas exhibidas inadvertidas en las puertas de las casas de Cartagena, que no dejan incluso de infundir temor, miedo y llaman a la prudencia. Pero no obstante exaltarlas aunque sean un elemento patrimonial extraño, merecen  incluirlas en el rescate de lo póstumo.
Ese rincón de América no es solamente un monumento, es archivo de historia, es el permanente solar de nuestras ciudades hispanas y caribeñas y es el escenario de lo que debe combinar una urbe de hoy: vitrina de la antigua aldea y feria de urbanismo futuro.
Bolívar la amó siempre. En 1812 emitió desde allí su celebre Manifiesto de Cartagena para despertar el animo por la independencia. En 1815 la sitió para libertarla antes de partir para Haití y próximo a su muerte estuvo en ella para despedirse de la vida. Al lado de Panamá y Santo Domingo debiera ser junto a Maracaibo, el trayecto turístico para encontrar un relicario de recuerdos.

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