Llamamos bien a la perfección, plenitud, riqueza que en mayor o menor grado acompaña siempre al ser. El bien de un ser hace que sea apetecido en orden a la perfección de los demás. Y la imperfección potencial de un ser le lleva a ser apetente de bienes, que enriquezcan la propia perfección o bondad. Santo Tomás de Aquino define el mal como “la privación de un bien debido” (De malo, q. 1, a. 1): no una realidad positiva, sino una ausencia o privación; no una privación cualquiera sino la de un bien debido, que debiera poseerse según la propia naturaleza y sin embargo no se posee (no consideramos que sea un mal, por ejemplo, la ausencia de vista en un mineral).
Será San Agustín quien afronte certeramente esta temática. En su juventud siguió la doctrina maniquea, con su doble principio supremo, del bien y el mal. Pronto cayó en la cuenta de que el mal no tiene una entidad positiva, sustantiva e independiente del bien. Si por sí mismo la tuviera, sería bueno. Y así carece de sentido la afirmación de un principio supremo del mal, un mal absoluto que al ser pura privación quedaría identificado con la nada.
Decir que el mal es una privación no equivale a afirmar que no exista, o que no actúe con una terrible eficacia: actúa no haciendo sino deshaciendo, como desviando la eficacia dinámica del bien hacia objetivos deformes (como una inteligencia poderosa cuando acomete la realización del crimen perfecto). El mal siempre está radicado en el bien y actúa apoyándose en la eficacia del bien: en las acciones y en las omisiones. Es innegable la lamentable realidad de su existencia privativa, su condición de tenaz parásito del bien.
El mal aparece bajo diferentes formas: como mal de la naturaleza (destrucciones, enfermedades, sufrimientos, muerte) y como mal moral, específicamente humano en cuanto radicado en la libertad (mal de culpa o pecado, y mal de pena).
Reflexiones sobre el mal – ¿Qué es el mal?
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