LA FE Y LOS ÍDOLOS

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En el libro del Éxodo aparece la historia del pueblo de Israel en continuidad con la fe del patriarca Abraham. Dios quiere librar al pueblo de la miseria de su esclavitud de Egipto y envía a Moisés para que lo libere y lo conduzca a la tierra prometida. “La fe es la llamada a un largo camino para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida. El amor divino se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se formula como narración de los beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al pueblo (cf. Dt 26,5-11)”. (Papa FRANCISCO, Enc. Lumen fidei, n. 12).
La historia del Israel bíblico es muy reveladora de la condición humana, cayendo a menudo en la idolatría y en la incredulidad. Rechazan la Revelación y la ayuda de Dios, se dejan llevar por la desesperanza. “Aquí, lo contrario de la fe se manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse personalmente y en el momento oportuno” (idem, n. 13).
La idolatría es una tentación perenne del espíritu humano, no una simple práctica de mentalidades primitivas. El siglo XXI tiene también sus ídolos: el tener, el placer y el poder. Son ídolos más sofisticados que los antiguos, pero ídolos al fin. “En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen boca y no hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos. Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de mí »” (idem).
La dispersión interior propia de la idolatría es una auténtica alienación, una pérdida de sí mismo en la fugacidad superficial. San Agustín relata que, al alejarse de Dios quedó como roto en multitud de trozos, hasta que al retornar a Dios  estos volvieron integrarse  en su vida personal, o más bien que Dios mismo los reunió. Es la fuerza de la fe vivida la que da coherencia a la vida.  “La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría; es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios. He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos” (idem).

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