Las voces de Penélope – Rememorando

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Hace diez años uno empezaba a conseguirlos en los semáforos. A veces solos, otras en pequeñas bandas que flores y lotería en mano, ofrecían limpiar los parabrisas, mientras atisbaban el interior de los carros. Uno ya no sabía qué hacer ante tanta tristeza violenta y se refugiaba tras el vidrio que parecía ampararnos de una traidora pedrada. Leyes fueron y vinieron mientras la “Voz” hablaba de la justicia social, del derecho a la vida, a la educación, al trabajo y al ocio. De la protección a la infancia y de la lucha de clases, necesaria para que los ricos no le cerraran los caminos a los pobres.

Muchos de los que le oían hipnotizados no diferenciaban entre los bienes obtenidos por el trabajo que produce a su vez trabajo y la llamada riqueza mal habida. Ni que justicia no es sinónimo de dádiva o prebenda. Tan sólo de ser justos. Tampoco advertían que el lenguaje empezaba a vaciarse de su función social o que las palabras perdían su sentido original, adquiriendo casi siempre, el de su antónimo. Se ofendía la verdad, mintiendo y la ficción ocupaba el lugar de la realidad. Sobrevino una atroz indiferencia ante los cambios que incluyeron por ejemplo, tenerle miedo a un niño que bien podría ser nuestro hijo, hermano menor o nieto. O defender a capa y espada a políticos y funcionarios delincuentes.

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El epítome del Estado populista no sólo disminuyó la dignidad de la gente, sino que le enseñó a ejercer el oficio cotidiano de menesterosos. Por mucho tiempo la sociedad y el gobierno, frente a esos niños prefirieron mirar para otro lado. Las “buenas conciencias” ésas que rezan y van a misa todos los domingos, invocan a Dios hasta para botar la basura, dan limosna, regalan ropa usada y juguetes rotos, han estimulado sin saberlo, el resentimiento social. Al lado de las grandes vallas de loas al “eterno” en las carreteras, surgieron polvorientos barrios cuyos ranchos de zinc siguen brillando al sol a pesar del óxido y albergan cerdos y niños.

Esos niños nacidos al fondo de las quebradas, en las calles de los barrios marginales, estudiantes de las seudo escuelas cuya dotación humana va emparejada a la carencia física, saltaron de las estadísticas de los estudiosos para visibilizarse, como memoria dolorosa de lo que no hicimos, de lo que permitimos que fuera, de lo que seguimos dejando de hacer. Incluyendo sus padres. Crecieron, se saltaron la cerca de la escuela para siempre, redujeron el tamaño del mundo y su horizonte a un par de buenos deportivos, un celular, la moto, el revólver y la vida breve.

Ayer, los vecinos de las barriadas se organizaron para expulsarlos, lincharlos o peor aún, para impedir que fueran recibidos en las casas que el gobierno dijo acondicionar para su reincorporación a la sociedad. Acondicionamiento que siempre incluyó porcentajes y cobro para otorgar licitaciones y la buena pro. Más tarde, cuando sobrevivieron en medio de una ráfaga policial, que no siempre obedecía a verdaderos enfrentamientos entre la ley y los delincuentes, inventarían con funcionarios corruptos esas versiones de cárceles resort, en donde hay “privados de libertad” más “iguales” que otros. Incluso que sus carceleros. De esta manera, lo que parecía del reino de la ficción pasó a ser realidad: presos que entran y salen de la cárcel; montan negocios dentro del recinto carcelario; construyen discotecas para la rumba y áreas familiares para sus hijos, cuyos referentes de juegos y zambullidas pertenecerán en su memoria, a los espacios donde sus padres decidían hasta lo que suele decidir Dios y no los hombres.

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Hace años escribí lo que ocurría a los niños en Guatemala, Honduras, Brasil, El Salvador y México, víctimas de los escuadrones de la muerte y sus variantes. Si se salvan serán carne de cañón del narcotráfico, la prostitución y la violencia. Nadie se imaginaba que aquí ocurriría lo mismo, ni que los delincuentes de hoy son los niños de ayer y sus hijos, probablemente los de mañana. Ocurrió lo temido: nos familiarizamos tanto con el niño delincuente que ya no importa su destino pues perdimos todos, los niños y nosotros, lo que nos diferencia de otros seres de la escala viviente, su condición más importante: la humanidad.

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