Del Guaire al Turbio – El día en que perdoné

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19 de abril, día de la alborada de nuestra independencia. Los venezolanos auténticos, los que no han traicionado a la patria convirtiéndola en provincia de una isla, los que luchan por liberarla del yugo extranjero y la dictadura de narcotraficantes uniformados o no, estamos viendo en los últimos acontecimientos que protagonizan compatriotas valientes en las calles, una nueva alborada, luz que crece día a día hasta que estalle en paz, justicia y democracia.

Pronto empezará un proceso muy difícil: hay que reconstruir un país, desde cualquier punto de vista porque está asolado. Las personas involucradas en esta tarea directamente, aunque ninguno deja de ser responsable, acentuarán su esfuerzo en lo político, lo económico, lo institucional, lo social y lo moral. Sin embargo, quiero referirme específicamente a un capítulo que considero primordial para la reconstrucción, dentro de lo que anotado como último aspecto, pero que debe ser también el primero, porque no se logrará nada con los otros si a todos no los penetra, los envuelve y confirma una reconstrucción moral. Ese capítulo es el del perdón.

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El odio y la venganza no construyen, son pasiones demoledoras. Jamás saldremos adelante como país si no nos desprendemos de estas rémoras. ¿Cuesta? Si, muchísimo, sobre todo de hecho, porque muchas veces creemos que hemos hecho el heroico esfuerzo de perdonar y no nos damos cuenta de que lo hicimos de palabra, pero en lo mas recóndito del corazón una brizna no se terminó de apagar. Así, todavía no somos libres.

Me voy al pasado para que me entiendan. La juventud de mi padre fue en la azarosa época de fines del siglo XIX y principios del XX. Revueltas y revoluciones arrasaban la provincia y llegaban o no triunfantes a Caracas, dejando atrás una ola de violencia. En su natal Barquisimeto, al llegar un niño a los 14, 15 años, a la par que le alargaban el pantalón, le ponían un revólver en la cintura. Papá era un hombre intelectual, pacífico, fue arrastrado a guerrillas absurdas, cuando Juan Vicente Gómez pacificó al país, fue lógico que simpatizara con él. Gómez estimó su carácter conciliador y lo puso en momentos y sitios claves: Ministro de Fomento entre dos ejercicios de un gran ministros del ramo, pero fogoso y peleón con los gringos del petróleo: Gumersindo Torres. Presidente del estado Sucre para reconstruir y restañar heridas después de dos grandes tragedias: el terremoto de Cumaná y la fracasada intentona del Falke. Finalmente, presidente del estado Bolívar, donde había uno que otro foco de descontento. Allí estaba cuando murió el dictador.

No lo perdonó Rómulo Betancourt. En 1945, la doble A de su nombre encabezó la lista de peculado. Tal vez agradecido por algún favor, alguien
trató borrarlo, pero la voz cascada del jefe de gobierno dijo con rabia: ”¡A este viejo no me lo borra nadie!” Fue despojado. ¿Qué le había hecho? Sólo ser un intelectual al servicio del tirano.

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Nueva York, septiembre de 1981. En un famoso restorán de langosta, el mesonero me dijo: “¿Sabe quién está allí?” Ya lo había visto. Estaba con su esposa y otra pareja. Al terminar fui directo a su mesa, le toqué el hombro, se volteó sorprendido: yo soy Alicia Álamo Bartolomé, hija de Antonio Álamo, quiero saludarlo. Le di la mano. Salí a la calle feliz, llorosa y libre como el viento. Diez días después, allí, entre rascacielos, moría Rómulo Betancourt.

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