Historias de migrantes: El hambre de los que dejó atrás

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Desde que el éxodo de venezolanos se convirtió en estampida, más de 930 mil niños y adolescentes han quedado en Venezuela sin sus padres. En esa estadística entraron Elianys y sus cuatro hermanos cuando Yadira, su madre, partió a Colombia. Fue en febrero de 2020. Ya con trabajo y apartamento donde vivir, creía próximo el reencuentro con los suyos. Hasta que, apenas un mes después de su llegada, la pandemia convirtió su dolorosa separación en un sacrificio inútil


Por: Marcela Madrid

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Dijiste: «Marcharé a otra tierra, marcharé a otro mar. / Habrá de hallarse en algún sitio una ciudad mejor. / Mas cada intento mío está condenado al error; / sepulto —como muerto— el corazón».

Constantino Cavafis

La noche del 7 de febrero de 2020, los hermanos Carrillo Barradas no podían conciliar el sueño. El calor de Barquisimeto, en el centro-occidente de Venezuela, los tenía dando vueltas en la cama. Se había ido la luz una vez más. Pero, además, un gran giro en sus vidas, de esos que hacen que la mente no descanse, estaba por ocurrir.

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A la mañana siguiente, ya no estaría ahí su mamá para hacerles el desayuno, para lavarles la ropa, ni para consentirlos a punta de apodos como mi espelucaíta, mi pelúa, mi perrito.

Habían pasado un par de horas desde que regresaron a la casa luego de despedir a Yadira, su madre, en la parada de carros que iban hacia el terminal de pasajeros. Cerraron la puerta de la casa y cada quien comenzó el duelo a su manera: Elianys, la mayor, se olvidó del mundo y se encerró en el cuarto a llorar sin consuelo; Wilmarys, de 17 años, se aguantó las lágrimas para intentar consolar a Jorge y Luisana, sus hermanos de 5 y 7 años; Wuilianny, de 15, preparaba comida a ver si una arepa con queso les ayudaba a olvidarse del dolor, o al menos del hambre.

A medianoche seguían llorando juntos en el único cuarto que quedó disponible luego de que su mamá, antes de salir, cerrara el principal para asegurar algunas cosas de valor. Y se durmieron abrazados pidiéndole a Dios que pudieran reencontrarse pronto.

Desde que el éxodo de venezolanos se convirtió en estampida, más de 930 mil niños y adolescentes han quedado en Venezuela sin sus madres o padres, mientras estos intentan encontrar un futuro en otro país. Es lo mismo que 37 mil 200 salones de clases de 25 estudiantes se hayan quedado vacíos. De esa estadística poblada de otras vidas pasaron a formar parte Elianys y sus cuatro hermanos.

A cientos de kilómetros de la casa, Yadira acompañaba ese llanto sentada en el bus que la llevaba a la frontera con Colombia. A su lado iba su sobrino, quien intentaba tranquilizarla: que usted no es mala madre, tía… que ellos saben por qué los dejó… que pronto se van a encontrar… que verá cómo todo al final vale la pena.

Ella misma se debatía entre la culpa y la justificación de su partida. La atormentaba la idea de dejar la carga de la familia sobre Elyanis, su hija de 19 años embarazada de tres meses. Aunque el plan inicial era que el papá se hiciera cargo, no tenía certeza de ello, pues él venía alejándose de los niños desde que se separaron, un año atrás. Tampoco sabía si podía contar con la ayuda de José Gregorio, su hijo mayor, quien vive cerca con su esposa y sus hijos, porque este tenía sus propias bocas que alimentar. Se preguntaba cómo iban a comer mientras ella lograba conseguir trabajo en Bogotá para mandarles algo.

Lo único que la mantenía sentada en esa silla del bus, firme en su decisión, era recordar su realidad en Venezuela: el salario de su trabajo de domingo a domingo como camarera de un hotel no le alcanzaba para acostar a sus cinco hijos con el estómago lleno en Los Cerrajones, un barrio detrás del aeropuerto de Barquisimeto, rodeado de invasiones con nombres como La Zamurera o la Bendición de Dios. Lo había intentado todo: caminar 45 minutos de la casa al trabajo y del trabajo a la casa para ahorrarse los pasajes; vender empanadas por las noches; pedirle apoyo al papá de sus hijos. Aun así, sin importar lo que hiciera, el mercado quincenal no cambiaba mucho: algo de harina, pasta, arroz y caraotas.

Colombia parecía ser la única salida

El 8 de febrero amaneció en la casa de los hermanos Carrillo como un borrón y cuenta nueva. Las mayores se repartieron las tareas que, en el pasado —sí, 24 horas marcaban un cambio de era—, solía asumir la mamá con alguna ayuda voluntaria: una a lavar la ropa, otra a barrer el patio, la otra a hacer el desayuno.

Los pequeños de la casa, llorando, se acercaron a Elianys:

—¿Tú no nos vas a dejar solos como mi mamá y mi papá, verdad? —le preguntó Jorge, el menor.

Estaban en esas cuando sonó el celular que comparten entre todos. Era Yadira, quien se acababa de bajar del bus en el terminal de San Antonio del Táchira. Había recorrido 580 kilómetros. Antes de seguir su camino y cruzar la frontera, tenía que saber cómo habían pasado la noche sus hijos, qué habían desayunado, qué estaban haciendo.

—Mamá, no se preocupe, vaya tranquila que nosotros estamos bien, cualquier cosa nosotros le avisamos —le respondió Wilmarys en otro más de sus esfuerzos por transmitir calma.

—¡Devolvete mamá, te extraño! —gritaban desde atrás los chiquitos.

Yadira quiso agarrar un taxi y desandar las 13 horas de carretera desde Barquisimeto. Pero se aferró a su plan inicial, al que sería su futuro si contaba con suerte: llegar a Bogotá, conseguir trabajo con ayuda de sus hermanos —Zulay, Arnaldo y Richar, quienes llevaban  ya dos años en Colombia—; mandar a traer a sus hijos pequeños en un par de meses y luego esperar a las mayores hasta que terminaran el año escolar en junio.

Salió de la cabina telefónica decidida a adentrarse en Colombia. Cruzó el puente Simón Bolívar y tomó el siguiente bus con destino a Bogotá. A diferencia de muchos de los más de 1,8 millones de venezolanos que han llegado a este país en los últimos años para empezar una nueva vida, Yadira tenía quien la recogiera en el terminal y la recibiera con un plato caliente.

Los primeros 15 días en la casa de su hermana Zulay, en el sur de la capital, los pasó encerrada, combatiendo el frío a punta de café y sin que la comida le pasara. Yadira se lo atribuyó a la ausencia de sus hijos, se decía que fue esto lo que le cerró el estómago y la hundió en la tristeza.

—Pon de tu parte y vas a estar bien. Mira que te vamos a ayudar a traerlos y pronto se van a reunir —le decía su hermana para animarla a salir con ella y sus amigas.

—No quiero, no quiero.

—Tienes que recuperarte, mira que aquí no es como en Venezuela, que uno puede ir a algún médico.

Los temores de Zulay no eran infundados. Partían del diagnóstico que había recibido Yadira hacía cinco años: tensión emocional. Frente a emociones muy extremas, su presión arterial podía dispararse y su cuerpo podía reaccionar muy mal, como ocurrió en diciembre, cuando se enteró de que Elianys estaba embarazada y se desmayó con una mezcla de rabia, decepción y culpa.

Con un año viviendo en Colombia, Zulay tenía claro que, aunque los hospitales están obligados a atender de urgencia a cualquier ciudadano, en la práctica no suele ocurrir con los migrantes sin papeles y sin plata.

Todo eso lo entendieron Elianys y Wilmarys cuando sus tíos las llamaron para contarles que su mamá estaba muy triste y para pedirles que le dieran ánimo. Las conversaciones dejaron entonces de incluir preocupaciones o quejas.

Los mensajes de WhatsApp y las videollamadas pasaron a iniciarse con saludos como este:

—Hola mamá, bendición. Estamos bien, gracias a Dios, vamos a comer, ¿tú ya comiste?

Por esos días Wilmarys omitió contarle a su mamá la frustración que sentía cada vez que sus hermanos menores la desobedecían. Elianys dejó de compartirle su miedo de criar a un hijo sola. Tampoco le contó que su hermano mayor seguía sin perdonarla por haber quedado embarazada. Ambas callaron cuando su papá dejó de quedarse con ellos por las noches y cuando sus visitas empezaron a volverse cada vez más esporádicas.

Quizá ese apoyo silencioso era el impulso que Yadira necesitaba para seguir con sus planes. Luego de un mes en Bogotá, consiguió trabajo por días en el asadero de pollos donde trabajaba su hermana; al poco tiempo se mudó a un apartamento en arriendo con la pareja que tenía en Venezuela, que llegó poco después. Ahí adaptó un cuarto para sus hijos con unas camas y unas colchonetas que le regalaron sus primas.

El reencuentro parecía acercarse.

Pero el 11 de marzo le llegó una noticia que derrumbó todos los esfuerzos de sus familiares por mantenerla sana.

Esa mañana encontró una nota de voz de una hermana que vive en Chile: “Yadira, ¿qué fue lo que pasó con el hijo de José que no entendí?”.

José Gregorio es el hijo mayor de Yadira y, poco antes de que ella viajara a Colombia, había nacido su bebé prematuro. Nadie le había contado a la abuela que, después de salir de la incubadora, el bebé tuvo problemas para respirar y lo internaron en cuidados intensivos. Nadie quería contarle tampoco que esa mañana sus pequeños pulmones no resistieron más.

Yadira se fue a la casa de una prima que vive a una cuadra, donde llegaba todas las mañanas a tomar café. Esta vez fue buscando respuestas.

—Buenos días…

Todos en la casa la miraron en silencio. Su prima Rosa la saludó, le ofreció una silla y se fue al cuarto para pensar qué decirle.

—¿Pasa algo, verdad? Le pasó algo al bebé y no me quieren decir —le dijo al verla regresar a la pequeña sala.

Ya no había cómo ocultar o suavizar la noticia. Yadira se desplomó en la silla y, cuando recuperó el aliento, corrió a su casa a armar el morral para devolverse a Barquisimeto. Pero entre los hermanos acá y los hijos allá terminaron por convencerla de que no valía la pena exponerse a cruzar sola la frontera.

Yadira cumplía su cuarto día de trabajo en el restaurante cuando escuchó a sus compañeras, también venezolanas, tener una conversación que la alertó:

—¿Supieron que van a cerrar las fronteras? Mi hijo trabaja en el gobierno y le dijeron que ya no van a dejar pasar más gente.

—Ah sí, a una familiar mía que venía hoy la devolvieron.

Pensó en el reencuentro con sus hijos y sintió que sus planes nuevamente se iban al suelo. No le quedó más opción que seguir lavando platos hasta el final del turno, cuando llegó el dueño del local con otro mensaje que confirmaba su peor miedo.

—Bueno, ya no nos están dejando entrar gente acá con este condenado virus, las voy a tener que suspender mientras se resuelven las cosas.

Ese viernes 13 de marzo, como si se cumpliera una profecía cinematográfica, Colombia cerraba el día con 13 contagiados por el “condenado virus”, al tiempo que Venezuela se convertía en el último país de América Latina en reportar el primer contagiado por covid-19. En el mundo ya se contaban 4 mil 600 muertos.

Cuatro días después, desde su pieza en Los Cerrajones, Elianys se dio cuenta de que el coronavirus no era un problema de China, como pensaba, cuando vio por televisión a Nicolás Maduro decretando la cuarentena nacional.

“Si nos descuidamos, podríamos tener una pandemia pavorosa sobre los pueblos de América Latina y del Caribe. Por eso Venezuela da un paso al frente y declara la cuarentena total, la cuarentena social, la cuarentena del pueblo”.

Pensó en su mamá y en su bebé. Se le cruzó la idea de parir lejos de ella y se llenó de miedo. Comenzó a importarle poco en qué país nacería su hija —el último control antes del confinamiento había revelado que sería una niña— ni dónde la podían atender mejor. Solo quería que ese día llegara con su mamá al lado.

Y Yadira lo sabía aunque Elianys no se lo dijera. Por eso, y porque sus cinco hijos quedaron más expuestos al hambre que nunca, retomó el plan desesperado de devolverse a pie. Esta vez, la única que logró detenerla fue su prima, mostrándole los audios y videos que le han estado llegando por WhatsApp de lo que supuestamente les pasa a quienes intentan regresar.

“Nadie pasa pal’ centro del país, el que te esté diciendo eso es mentira (…) En la frontera los guardias los retienen y los tratan de traidores de la patria, con dos arepas y un vaso de agua al día”, decía un hombre desconocido en una nota de voz reenviada quién sabe cuántas veces.

Han sido muchas las denuncias de que estos abusos están ocurriendo en los Puntos de Atención Social Integral, los refugios del lado venezolano donde deben permanecer entre 5 y 14 días quienes intentan retornar. Ahí, como lo han reconocido las propias autoridades, la situación se ha vuelto “insostenible”.

 “¿No viste lo que pasó ahorita en la trocha? Cómo la guerrilla picó a los trocheros que estaban pasando a los colombianos pa’ acá y a los venezolanos pa’ allá (…)”

Otro audio la hizo imaginar cosas peores: “¿No viste lo que pasó ahorita en la trocha? Cómo la guerrilla picó a los trocheros que estaban pasando a los colombianos pa’ acá y a los venezolanos pa’ allá (…)”. Estas historias de horror en los pasos ilegales en la frontera no son nuevas: unos 12 grupos armados se disputan desde 2015 estos 2 mil 219 kilómetros que separan a los dos países, según organizaciones de derechos humanos.

Yadira resolvió quedarse en Bogotá, en medio de unos grandes puntos suspensivos, entre los que un video enviado por sus hijos el Día de la Madre, diciéndole que la aman, le da sentido a la espera. Allí pasa los días rogando para que el papá de ellos pase a tenderles la mano, para que les lleguen los bonos del gobierno, para que puedan volver a pasar los camiones que les venden agua, para que pueda volver a trabajar y así la comida de sus hijos no dependa de un milagro.

Al tiempo, intenta rebuscarse desde casa. Mientras Jaime, su pareja, sale a vender bolsas de basura o a reciclar, ella sube a la terraza a lavarle la ropa a su sobrina que vive al frente, a cambio de algún plato de comida. Pero nada de lo que hagan en esta cuarentena les alcanzará para pagar los casi 800 mil pesos (200 dólares) de arriendo y servicios que se les acumularon desde hace dos meses y que ya les están cobrando.

Como muchos de sus vecinos, Yadira colgó un trapo rojo en su ventana como un mensaje de que en esa casa faltan alimentos. Su prima le había contado que muchas familias pobres en la ciudad —especialmente en el sur, donde ellas viven— estaban haciéndolo para que el Gobierno les entregara mercados.

Quizá el trapo rojo es la única esperanza que les queda a los migrantes de recibir ayuda por parte de algún vecino o visitante solidario. Más de 1 millón de ellos viven en el país en una situación migratoria irregular, lo que significa que no están en ninguna base de datos, no existen para el Estado. O, al menos, quiere decir que al Gobierno nacional le costará el doble de esfuerzo y tiempo encontrarlos para entregarles los 200 mil mercados con los que se comprometió, dentro del plan de contingencia para la población migrante más vulnerable en 40 municipios del país.

En Bogotá, la capital de los trapos rojos, el 40 por ciento de los trabajadores son informales, por eso los venezolanos sin documentos son los últimos en la lista de ayudas oficiales. Así lo dio a entender la alcaldesa Claudia López al inicio de la cuarentena: “Bogotá no tiene la capacidad de cubrir a los inmigrantes, esa es una obligación del Gobierno Nacional que ha incumplido sistemáticamente”.

Ahora al paisaje urbano del barrio Los Olivos, donde vive Yadira; a sus calles sin pavimento y a sus casas de ladrillos, se suma este símbolo bogotano del hambre encerrada.

Pero aquí no hay trapo que simbolice el motivo de su verdadera angustia, la del hambre de los que dejó atrás.

Esta historia fue cedida por el sitio web La Vida de Nos y forma parte de Los Confinados, un especial colombo-venezolano desarrollado en conjunto con la ONG Dejusticia https://www.lavidadenos.com/losconfinados/

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