«Irse a Chile sería una buena decisión…», afirma con cierta duda el migrante. «En eso llevo años… ¿Por qué no me voy de una vez? ¿Qué más tendría que pasar para que tome esa determinación? Y si me dieran visa de residente… Y si se fueran conmigo mi mujer y los hijos… Y si consiguiera trabajar allá en algo que me gustara…», se llena de preguntas.
La vida en Santiago es tentadora, con su Metro y su clima variado, no tan frío en invierno, caliente como Barquisimeto al menos dos meses al año; con sus vinos y sus mariscos. Las caminatas por sus avenidas y parques, los paseos en bus, las visitas a la familia que ya emigró, los encuentros con los amigos que se arriesgaron antes. El pulpo a la brasa y el salmón a la plancha del que le han hablado, las empanadas de horno y el pastel de choclo, según le cuentan. La torta de milhojas, los helados de chirimoya-lúcuma y las frutas de temporada. La cordillera majestuosa vestida de blanco en invierno, la vida tranquila y el clima de otoño le invitan a emigrar.
«¿Cuándo estaré listo para dejar mi meseta?» se cuestiona. Con sus montañas verdes y sus cerros ocres, su brisa del este, sus cielos dorados del atardecer. «Las aguas tibias de mis playas, los tonos celeste, turquesa y esmeralda que me indican los bajos del Parque Morrocoy; las más profundas, donde los meros se pasean entre los corales de mi infancia; y las más dulces de los ríos donde se bañan mis memorias. Cómo le hago para alejarme demasiado de mis hermanos y mis amigos, de tanta gente que me saluda y tantas personas que abrazo, de tantos rostros que me miran a los ojos, tan diferentes a los de allá… De los chistes con mis acentos, de las risas y las carcajadas, de las cervezas heladas de mis cavas, de los rones de mis cuba libres, de los whiskys de mis ansiedades y celebraciones», medita nostálgico el migrante.
«Alterada e incierta, mi patria es esta, mi clima es este, mi suerte está aquí, mi vida es Venezuela. Aunque pa’ Chile me vaya en mis sueños por ratos…», concluye, aún indeciso.
Carlos J. Suárez Isea