Un día Jesús fue a visitar a sus amigos Lázaro, Marta y María (Lc. 10, 38-42). Marta se afana por atender a Jesús, al punto que reclama al Señor que María no la ayuda. Y el Señor le da una respuesta un tanto desconcertante… como a veces son las respuestas del Señor.
Y el Señor nos dice lo mismo a nosotros: que nos preocupamos por muchas cosas que realmente no son necesarias y nos perdemos de la mejor parte, que necesitamos darnos cuenta de que no somos nosotros quienes llevamos las riendas de nuestra vida: es Dios quien las lleva.
¿Cómo puede ser ésta la respuesta del Señor? ¿Dónde queda mi deseo de hacer, mi deseo de ayudar, mi deseo de actuar? ¡Dónde queda mi responsabilidad! ¿Cómo puedo quedarme sin hacer nada?
Es que debemos tener en cuenta que servir a Dios es sobre todo hacer su Voluntad. Servir a Dios es estar a sus órdenes: dejar que El sea quien nos dirija. Servir al Señor es buscar complacerlo en todo.
El problema es que andamos como Marta, ocupados en la actividad, y se nos hace imposible llevar una relación íntima con el Señor, se nos hace imposible estar atentos a su Voz en la oración. Por andar tan ocupados, no tenemos tiempo para la oración.
En la oración verdadera -esa oración en la que se busca al Señor para servirle en lo que Él desea, esa oración que es asidua, que es diaria-, Dios nos muestra su Voluntad. Y en esa oración podemos saber qué desea Él de nosotros. Y además nos da la fortaleza para cumplir su Voluntad y nos da la entrega para aceptarla, además de la paciencia para esperar el “momento” de su Voluntad.
Así la oración nos lleva a la verdadera acción: es decir, la acción que desea el Señor de nosotros; no la que nos inventamos, que casi nunca coincide con la que Dios quiere de nosotros.
Se da, entonces, la acción como fruto de la oración. Se da, entonces, el balance entre la oración y la acción; es decir, el balance entre Marta y María.
Isabel Vidal de Tenreiro