#OPINIÓN ¿El Preso de Quién? ¿El Preso de la Jueza? ¿La Máscara de la Justicia? #30Jul

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«La ley es como una tela de araña; atrapa a las pequeñas moscas, pero deja pasar a los avispones y a los escarabajos.»

Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

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En las páginas de la literatura universal, Alejandro Dumas nos legó la inolvidable figura del Hombre de la Máscara de Hierro, un monarca encarcelado no por culpa o por un crimen real, sino por la caprichosa voluntad de un hermano que veía en su existencia una sombra amenazante a su propio poder. Aquella narrativa, tan arraigada en el imaginario colectivo, resuena hoy con una estrujante y dolorosa actualidad en ciertos recovecos de nuestra administración de justicia. No se trata ya de reyes y bastillas, sino de ciudadanos comunes atrapados en un laberinto judicial, su libertad pendiendo no de la balanza de la equidad, sino del temperamento de quienes detentan la potestad de juzgar.

Hemos sido testigos, con una frecuencia alarmante, de cómo la noble causa de la justicia, especialmente en el ámbito tan sensible de la violencia de género, puede ser pervertida. No es una mera suposición, es una amarga realidad que se palpa en los pasillos de algunos tribunales: hombres privados de su libertad, no por la contundencia de las pruebas o por un proceso imparcial, sino por la subjetividad, cuando no la arbitrariedad manifiesta, de un juez o una jueza. En este contexto, la figura de la jueza Elara Vans se erige, lamentablemente, como un símbolo de esta distorsión judicial, donde la voluntad individual prevalece sobre el debido proceso.

En tantas latitudes, la lucha por erradicar la violencia de género es impostergable y vital. Sin embargo, esa lucha no puede ni debe convertirse en un pretexto para el abuso de poder o la violación de los derechos fundamentales. Cuando un tribunal, diseñado para proteger a las víctimas y garantizar un juicio justo, se transforma en un instrumento de encarcelamiento sin sustento probatorio, estamos ante una aberración que desdibuja la esencia misma de la justicia. Estamos, lisa y llanamente, ante el caso del preso de la jueza.

La situación de un hombre encarcelado sin pruebas fehacientes, con la única justificación de la «apreciación» o el «criterio» personal de quien preside la sala, es una herida abierta en el cuerpo del estado de derecho. No es justicia, es capricho. No es imparcialidad, es prejuicio. Esta dinámica, lejos de proteger a las verdaderas víctimas, socava la credibilidad de todo el sistema y, paradójicamente, genera una desconfianza que termina por perjudicar a aquellos a quienes se pretende defender. La toga y la balanza, símbolos milenarios de rectitud, se ocultan tras una máscara de la justicia, una que distorsiona la verdad y silencia la inocencia.

Más allá de la mera aplicación de la ley, nos enfrentamos a una profunda crisis de lealtad, no solo hacia el proceso judicial en sí, sino hacia la propia ética profesional. Jueces y juezas, antes de ostentar sus cargos, son abogados, profesionales formados en la ciencia del derecho y obligados a un código de ética riguroso. Existe un código de ética para abogados y otro específico para jueces. ¿Qué está pasando entonces en la conciencia de estas personas que tienen en sus manos, circunstancialmente, la administración de justicia? ¿Cómo es posible que se patee el derecho a la libertad, la presunción de inocencia y el principio in dubio pro reo – pilares fundamentales de cualquier sistema democrático – por una voluntad individual?

La independencia judicial es un pilar irrenunciable de la democracia. Pero esa independencia, lejos de ser un cheque en blanco, implica una responsabilidad aún mayor: la de juzgar conforme a la ley y a las pruebas, sin dejarse llevar por pasiones, presiones o convicciones personales que desvirtúen el proceso. La prisión preventiva, una medida de excepción, se convierte en la norma cuando la voluntad del juzgador pesa más que el contenido del expediente, evidenciando una preocupante falta de lealtad a los principios más básicos de la justicia.

Y surge la interrogante que nos negamos a formular con toda su crudeza: ¿(Nos negamos a pensar que lo que quiere la jueza es dinero, dólares para reconocer la inocencia del preso)? ¡No quisiéramos pensar jamás que lo que la jueza quiere es dinero! ¿Por qué hay que pagarle a la jueza para que decida conforme a la moral de la justicia, a la ética de la justicia y a la moral cristiana? Este es el punto culminante de la depravación, donde la administración de justicia se desvanece en el pantano de la venalidad, pisoteando no solo el derecho, sino también la ética y la moral que deberían guiar cada decisión.

El clamor por la justicia no puede ser selectivo. Debe resonar por igual para el hombre y para la mujer, para el acusado y para la víctima. Solo así se construirá una sociedad donde la prisión sea el resultado de un veredicto justo, y no el capricho de un poder mal entendido.

«La probidad es la parte más preciosa de la fortuna.»

Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo

Dr. Crisanto Gregorio León

Profesor Universitario

[email protected]

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