El joven ingeniero andaba recorriendo los pasillos de la Universidad de Stanford, en Palo Alto, California. Llegó por casualidad a la oficina del profesor John W. Fondahl, quien amablemente le atendió y comprendió su inglés de frases cortas y traducciones prefabricadas. Veinte años antes, en 1961, el doctor Fondahl había revolucionado la gerencia de proyectos con sus métodos para la planificación en la industria de la construcción. «Gracias a esa reunión sin previa cita cobró sentido mi decisión de volver a estudiar», recordó el ingeniero. Había sido un atrevimiento haberse ido a hacer un postgrado en Estados Unidos sin tener la admisión en ninguna universidad. Pasaron tres meses inciertos, hasta que el aspirante con visa de estudiante fue aceptado para el programa de maestría en la Universidad de California, con los recursos justos y la juventud sobrada.
Fueron dos años en el área de la bahía de San Francisco, al oeste de USA: un cambio de giro en la profesión, una oportunidad aprovechada en la mejor Venezuela, un trampolín para saltar de empleado a empresario, o para aceptar una oferta de trabajo en otro país y emigrar definitivamente. «Muchos lo han hecho, por qué yo no…», pensó.
La familia creció desde entonces. Han pasado treinta y ocho años, ahora hay abuelos, padres, madres, hijos y nietos reunidos en Stamford —con «m»— estado de Connecticut, al norte de Nueva York; en un apartamento que se adapta fácilmente a la medida del número de visitantes esperados cada año. Esta vez hay tres niñas en el equipo, una de siete años y dos de seis: unas primas que se reencuentran para jugar como hermanas. Unas nietas que casi parecen hijas, unas hijas que ahora son madres, unos tíos que son también papás, unos abuelos que mejor callan para que hable la ternura y se sienta la alegría, que mejor suspiran para inhalar la esperanza.
USA nuevamente, un destino tantas veces, un oasis y un respiro en la Venezuela sin aliento. Pero USA vuelve a ser como siempre: un silencio que necesita un ruido, un orden que pide irreverencia, un sol más tenue y una brisa más helada, un café más aguado y una cerveza menos fría, una soledad que no acompaña, un amigo que anda lejos, una tierra que no se huele y una flor que no se toca. «USA nos gusta tanto como la ropa nueva de las tiendas en rebaja, los helados y las frutas de temporada disponibles todo el año, los carros último modelo y los aviones puntuales», recordó el abuelo visitante.
«Esta USA de contrastes y diferencias será algún día mi país…», siguió reflexionando «Ya es el de mi nieta, nacida en la Florida, con quien practico el inglés jugando a las cartas, que cuando no le sale la palabra exacta en español se para de cabeza y hace yoga, que escribe letras en burbujas de colores donde dice: LOVE YOU TATA», anticipó el abuelo la nostalgia del regreso a casa.
«Esta USA con los nietos es como la mejor Venezuela…», pensó.
Carlos J. Suárez Isea