Desde mi ventana: El inmenso dolor de la diáspora

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La palabra diáspora se ha puesto dolorosamente de moda en Venezuela. Esta palabra, acuñada en el siglo pasado, se aplica a la dispersión del pueblo judío por el mundo. Proviene del griego dia que significa “a través” y spora que significa “semilla” y su sentido más real está asociado a la dispersión, exactamente: a la dispersión de la semilla. Ahora la hemos hecho nuestra.

Las más recientes estadísticas señalan que -al menos- dos millones de venezolanos se han ido a vivir al exterior buscando mejores horizontes frente a un país con el futuro hipotecado por el gobierno de turno. Mucho se ha escrito al respecto, desde el llanto, desde la rabia, desde la indignación y desde el dolor. Las causas de esta diáspora, inédita en la historia de Venezuela, son multifactoriales, pero el denominador común es un viaje hacia el desarraigo inevitable.

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En una exposición sobre la Ruta N de Medellín, me enteré de cómo esta ciudad pasó a ser de la ciudad más violenta del mundo, en los años setenta, a reconocerse como una de las ciudades más innovadoras en lo que va del siglo. Sus habitantes mutaron el miedo por la esperanza, rescataron la dignidad de la ciudad para la dignidad de los ciudadanos, a través de una estructurada planeación y de una razonable prospectiva. Los diseñadores y motores de esta hazaña hicieron a un lado los modelos tradicionales (que enmarcan las soluciones en la disponibilidad de recursos) y se afincaron en la voluntad, la transparencia, la eficiencia, la creatividad y la articulación de los poderes locales con la sociedad civil. El conferencista afirmó que si Medellín lo había logrado, las ciudades venezolanas, agobiadas hoy día por un sinfín de carencias y por una violencia devastadora, podrían aspirar a conseguir los mismos resultados. Sin embargo, al final de su exposición dijo algo que nos dejó cimbrados: El hándicap que ustedes tienen es que sus jóvenes se están yendo del país…

Las despedidas en los aeropuertos son conmovedoras. Cada vez que viajo soy testigo de esos abrazos intensos y de esas miradas que preguntan: ¿Cuándo volveré a verle? ¿Cuándo volverá? Al principio eran solo pequeños grupos familiares que, aterrados ante la perspectiva que ya adivinaban, recogían sus bártulos y partían a un destino más o menos seguro, bien porque tenían recursos para hacerlo o porque contaban con alguna plataforma de sostén en el exterior. Luego se fueron agregando los jóvenes, por lo general de clase media, con una profesión y un idioma que les permitía defenderse bien en otras tierras. Se les llamó los emigrantes de avión.

De repente se empezaron a formar largas colas en los consulados para solicitar visados o para pedir la emisión de pasaportes bajo el amparo de sus ancestros inmigrantes en Venezuela. Personas que se enraizaron en el país y vieron deshacerse años de esfuerzo laboral y emocional también hicieron sus maletas para retornar a su país de origen, donde la mayoría confiesa sentirse extranjero.

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Profesionales valiosísimos, profesores universitarios, empresarios, emprendedores a quienes le han expropiado sus bienes y gerentes de exitosa carrera han engrosado la lista de quienes amasan las arepas con sus lágrimas, en medio de sus nuevos paisajes. La persecución política ha añadido números a la estadística. Con un adiós por los caminos verdes va la frase: “Se fue con lo que llevaba puesto”.

Ahora me sorprende que los pequeños pueblos del interior también sufren el embate de los afectos idos. Se les llama entonces “los emigrantes de a pie”, que parten en autobuses hacia las fronteras, en periplos interminables que los llevan a quién sabe dónde, a mantenerse de quién sabe qué y a vivir en condiciones de rechazo y exclusión. Una conocida me confió hace unos días, con su voz cascada por el llanto: “Aquí quedamos solo los viejos”.

Elizabeth Fuentes, periodista destacada por una pluma cuestionadora y guerrera, en un artículo publicado hace unos cinco años y a propósito de la partida de su único hijo, dejó caer un comentario que retumba desde entonces en muchos hogares venezolanos: “Venezuela es un país de padres huérfanos.” Poco a poco la frase se ha ido extendiendo a los abuelos huérfanos, a los hijos huérfanos, a los amigos huérfanos. Familias enteras se han resquebrajado con separaciones de cónyuges, cuando uno de ellos se va a armar nido en otros árboles y el otro se queda en un mientras tanto sin fecha cierta.

Los teléfonos y computadoras se empañan con las lágrimas de las conversaciones que tienen de por medio cientos y miles de kilómetros de distancia. He presenciado besos y caricias que dejan su huella húmeda en las pantallas. Los más optimistas aspiran la vuelta de sus seres queridos, otros se resignan a no verlos nunca más. Los estudiosos de los procesos sociales lanzan sus predicciones basadas en estadísticas y porcentajes de los que volverán si cambian las condiciones del país.

Provengo de una familia numerosa, donde una Casa Madre (así se llamaba la casa de mis padres) cobijaba a propios y extraños en permanente fiesta de cariño. Papá llamaba orgullosamente “La macolla” a esa algarabía de niños, adolescentes y adultos apretujados en los patios y corredores de la casa. La macolla se ha ido achicando cada día un poco más. Hoy están varias de mis hermanas viviendo fuera, unas dos docenas de sobrinos regados por el mundo y tengo a mis dos hijos haciendo vida con las cuatro estaciones…
Hace unos días, en una reunión de amigos, tomó la guitarra un joven médico (Marco Antonio Mendoza, hijo del queridísimo Marco Tulio Mendoza) y nos cantó una canción de su autoría que quiero compartir con los lectores. Quizá su letra les revele mucho más de lo que mis sentimientos han puesto en estas líneas.

Diáspora

Recuerdos nublan mi mente,
embargada en triste emoción,
al ver partir a mi gente,
buscando un futuro mejor,
la tierra que un día acunara,
los sueños de nuestra niñez,
hoy sangra sola y devastada,
esperando nacer otra vez.
Espectros que ya se marcharon,
dejando en la eternidad,
sus misterios, risas y llanto,
legado de su humanidad,
su partida deja una atmósfera,
de fracaso y rota ilusión,
estamos sufriendo una diáspora,
la diáspora de mi nación.
Y allende un lejano horizonte,
en extraño país donde estén,
vivir añorando esta tierra,
con su sol de atardecer.
Y si un día me obliga el destino,
y mi patria he de abandonar,
la tierra que cubre a mis muertos,
la que otrora me vio progresar,
la partida te rompe por dentro,
el alma llora en soledad,
nos quitaron el mundo perfecto,
destruido por la mezquindad.
Un país de abuelos sin nietos,
y de hijos sin identidad,
expresando en idioma extranjero,
sus sueños de libertad,
el llanto inunda los puertos,
un gemido, una triste canción,
anhelando un retorno incierto,
es la diáspora de mi nación.
Y allende un lejano horizonte,
en extraño país donde esté,
viviré añorando a mi tierra,
con su sol de atardecer.

Marco Antonio Mendoza

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