#opinión: Nicolás el zar rojito por: Juandemaro Querales

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Completada la transición llevada a cabo por Hugo Chávez, al investir en el cargo de Vicepresidente ejecutivo a Nicolás Maduro, dando por sentado una operación largamente acariciada, colmando así los deseos de los hermanos Castro.
Nicolás Maduro se erige de esta manera en el civil de más peso en este gobierno, poniendo punto final a la vieja rivalidad entre civiles y militares; obligando a Diosdado Cabello y su promoción de altos oficiales de la FANB, a esperar otro momento o conformarse con ser dama de compañía del delfín de turno, en una especie de triunvirato en cuya corresponsabilidad recae el poder, en una coyuntura donde la gravedad del presidente no sería una piedra de tranca para los planes de establecer una tiranía. La recomendación de Lula da Silva a Chávez para que prepare su sucesión, solo corrobora lo que es un secreto a voces: la inminente desaparición física del caudillo bolivariano.
El ascenso político de Maduro es digno de admiración, hombre de extracción obrera desempeñándose como chofer del metrobus de Caracas, cuyos autobuses conocieron a un recio dirigente sindical, como líder de los trabajadores ayuda a Chávez a fundar el MVR a partir del año de 1994, cuando el presidente Rafael Caldera le concede el famoso sobreseimiento, es la época del líder golpista con indumentaria de liqui liqui de poliéster y de colores chillones, el mismo que fue recibido con honores de jefe de estado por Fidel Castro, quién pasó de apoyar a Carlos Andrés Pérez durante el golpe del ’92, a fijarse en el futuro discípulo en las postrimerías de la muerte.
Hombre sin ilustración que ha ocupado las posiciones más importantes del régimen, parlamentario de verbo hiriente y directo, como corresponde a un bachiller, preside la Asamblea Nacional, asegurándole al modelo Castro-chavista el suficiente piso legal para seguir profundizando la única revolución de papel de la que jamás se tenga memoria; de allí a la Cancillería donde todavía es el todopoderoso de la casa amarilla, jefe de la diplomacia de la misma escuela de la experiencia de José Vicente Rangel; hombres obedientes al militarismo, leales ideológicos a la visión pragmática de individuos marcados por un enfrentamiento al poderoso vecino del norte, el antiamericanismo de que hace gala Fidel Castro y Hugo Chávez, traen de regreso la vieja rivalidad de la guerra fría, en momentos en que el hemisferio se prepara para comerciar con la nueva estrella de la economía mundial: China.
La escogencia de Hugo Chávez por Nicolás Maduro cierra un ciclo del llamado proceso sociales del siglo XXI, para los hombres que integran el selecto grupo de los que rodean al recién electo
Gobernante, la elección del 7-0, es la oportunidad para seguir imponiendo el modelo neo-totalitario, avanzando hasta donde lo permitan las condiciones. Muerto Chávez el dúo dinámico Maduro-Cabello, capturarán el poder mediante una reforma de la Constitución que estaría en el imaginario del líder bolivariano, todo está ramplonería avalada por la complacencia de un Tribunal Supremo de Justicia dócil a los requerimientos de los amos rojo rojitos.
El deseo de Lula da Silva no es una simple boutade, la misma noche del 7-0 cuando Hugo Chávez alzaba la espada de Simón Bolívar, se encontraba calentando los pasos de este fantástico desenlace –el cual es- la aplicación de su dictadura personalista con causahabientes: noche que para algunos pesimistas se estaba enterrando en nuestro país el único lujo que todavía nos permitimos, las elecciones, liturgia que caracterizaba a la democracia puntofijista, consulta a las urnas en un ritual que duró cincuenta años. La dictadura como obra del viejo militarismo y que muestra sus filosos colmillos, esa noche del remate o la conocida avalancha bolivariana, anunció a los cuatro vientos urbe et orbi la llegada de la fase de oro de sus estrambótica hegemonía, para ello se contara con la llamada micromisiones y un cacareado ministerio del seguimiento a las obras inconclusas o no realizadas, cartera que ocupará la almirante Carmen Meléndez de Maniglia, adscrita a la vicepresidencia, con esta tramoya el déspota mandó de paseo antiguas funciones que eran atribuciones alcaldes y gobernadores, centralizando definitivamente el poder en una sola mano.

 

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