Reflexiones sobre el mal (2)

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Dios y el mal

Todos los seres que nosotros conocemos tienen algo de bueno, por mínimo que sea: algún aspecto positivo. Si se piensa que hay realidades totalmente malas, se acaba por afirmar también un principio supremo del mal. Pero el mal no es un principio positivo contrario al bien, sino la mera ausencia o privación de un bien debido.
¿De dónde procede el mal? Si el hombre en rigor no crea nada, pues sólo alcanza a transformar más o menos profundamente la naturaleza, ¿provendrá de Dios el mal?
Siendo el mal como tal una privación, no es creable al modo de las realidades positivas. Son los bienes los que forman el universo (conjunto de los seres creados). Dios quiere el bien, el ser, el orden del universo. El bien de las partes y también el bien  del todo. El mal Dios no lo crea, ni lo causa ni lo quiere. En la naturaleza Dios quiere las renovaciones, no como tales las destrucciones que las acompañan (con frecuencia –en la naturaleza- del nacimiento o la conservación de un ser supone la destrucción de otro). Cuando el mal de la pena rectifica el desorden moral, Dios lo que quiere es el restablecimiento del orden total. El mal de la naturaleza y el mal de la pena son sólo accidentalmente queridos, permitidos en función de un bien mayor. “Si todos los males fueran impedidos, muchos bienes desaparecerían del universo: no se conservaría la vida del león sin la muerte de otros animales” (Santo Tomás. Suma Teológica. I, q. 22, a. 2 ad 2).
¿Por qué, pues, permite Dios el mal de este mundo? Valga la respuesta de San Agustín en el Enchiridion: “El Dios todopoderoso, a quien, como lo reconocen los mismos infieles, pertenece el dominio soberano de todas las cosas, porque es sumamente bueno, no toleraría jamás la existencia de algún  mal en sus obras si su omnipotencia y su bondad no fueran capaces de sacar el bien hasta del mal” (Cap. XI). “Dios ha juzgado que sacar el bien el mal es mejor que el no permitir la existencia de ningún mal” (Cap. CIV).
Algunos han planteado un dilema, ya clásico, que podría expresarse así: ¿Por qué no hizo Dios un mundo sin males? Si no podía, no es todopoderoso; si podía y no lo hizo, no es bueno.
¿Qué significa la omnipotencia de Dios? Que es capaz de realizar todo lo que es posible, todo lo que no implique contradicción (lo contradictorio, en sí mismo, no puede ser hecho). Dios crea los seres, que participan e imitan sus infinitas perfecciones, mediante una libre decisión de su Voluntad, decisión que no es caprichosa (está orientada por la Sabiduría divina) y que es a la vez una auténtica decisión libre (no tiene Dios ninguna necesidad de crear). Entre todos los universos posibles Dios quiso crear éste, que es bueno (aunque haya males) y está ordenado al bien.
¿Qué significa la bondad de Dios? Que es imposible que Dios pueda jamás querer un mundo constitutivamente malo (en el cual el mal no esté ordenado al bien, o en el que triunfe finalmente el mal). Pero así como Dios no está obligado a crear, tampoco lo está a producir un mundo sin males. Y es preciso fijarse no sólo en los detalles, sino también en el conjunto: que sólo muy imperfectamente conocemos.
Quienes se resisten a admitir la coexistencia de los males y de un Dios todopoderoso y bueno, acaban por inclinarse hacia una de estas respuestas radicales, ambas claramente erróneas: la negación del mundo con sus males o la negación de Dios. La primera de ellas disuelve el mundo en Dios (panteísmo) y profesa un optimismo a ultranza en el que el mal es apariencia o ilusión: por ejemplo, el idealismo de Hegel. La segunda niega a Dios y pierde con ello toda explicación para este mundo, ante cuyos males se alza el hombre, desesperado y rebelde en su absurdo: por ejemplo, el existencialismo ateo de Sartre.
Ambas posturas son, a la larga, insostenibles, con todas sus consecuencias. Y no existe el pretendido dilema entre la omnipotencia y la bondad de Dios. Un  mundo donde exista el mal puede ser incomparablemente mejor que otros mundos donde no exista el mal (Charles Journet).

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