¿Autosalvación?

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Todos tenemos la tentación de la autosuficiencia. La soberbia nos sugiere que nos bastamos a nosotros mismos para realizar nuestros proyectos y para triunfar en la vida. Esta arrogancia no tiene fundamento, pues desde los comienzos de nuestra vida terrena hemos dependido del cuidado de otros. Pero la dependencia es aún más profunda: “La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el don originario y radical, que está a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: « ¿Tienes algo que no hayas recibido? » (1 Co 4,7)” (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 19). Todo lo bueno es un don de Dios, comenzando por el ser mismo. Y también es un don la plena realización o salvación.
La vigorosa oposición de San Pablo a los judaizantes no es una cuestión nimia ni que solamente tuviera relevancia en el contexto de la época. Hay ahí algo más profundo e importante: si el hombre puede o no puede salvarse por sí mismo, con total autonomía. “Precisamente en este punto se sitúa el corazón de la polémica de san Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o mediante las obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud de quien pretende justificarse a sí mismo ante Dios mediante sus propias obras. Éste, aunque obedezca a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se pone a sí mismo en el centro, y no reconoce que el origen de la bondad es Dios. Quien obra así, quien quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le agota y se da cuenta de que ni siquiera puede mantenerse fiel a la ley” (idem).
Para poder dirigirse hacia la plenitud de la vida, que es la salvación, es preciso tener en cuenta nuestros orígenes. Para saber a dónde voy debo antes considerar de dónde vengo. Y si no sé de dónde vengo, y  tampoco a dónde voy, definitivamente ando perdido por la vida. “La salvación comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante la fe consiste en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san Pablo: « En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de vosotros: es don de Dios » (Ef 2,8s)” (idem).
La fe a la verdad revelada por Dios nos muestra claramente cuál es nuestro origen y cuál es nuestro destino. Cuando decimos que Jesucristo es el Redentor del hombre, el Salvador de cada uno de nosotros, no estamos haciendo una frase hermosa, sino expresando una realidad vital. “La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros” (idem, n. 20). Hay una cercanía, una contemporaneidad de Cristo con cada uno de nosotros: “Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano” (idem).
Si bien en la fe hay una cierta oscuridad, con respecto al destino del hombre la fe es luminosa, y llega a donde la sola razón no alcanza. “Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo” (idem, n. 21).
Pero no es solamente un conocimiento. La fe nos abre al Amor, puesto que la salvación es sobre  todo manifestación del Amor que Dios nos tiene. “Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3)” (idem).

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