#ESPECIAL Asalto al pueblo pemón. Cuando la memoria se abre con cautela

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La periodista Minerva Vitti del Correo del Caroní, comparte el relato de una habitante de una comunidad indígena que vivió el miedo y la zozobra de aquellos días, cuando existía la amenaza perenne de que los militares entrarían a todas las comunidades indígenas a militarizar. Cientos fueron desplazados forzosamente. El miedo aún vive en Gran Sabana.


Esa noche nadie durmió. Mientras el sonido de los disparos invadía las calles de Santa Elena de Uairén hacía un viento muy fuerte. La gente de las comunidades indígenas del pueblo pemón huía hacia el monte porque ya todos sabían de la represión en San Francisco de Yuruaní (Kumarakapay). Se rumoreaba que llegarían los militares a matar. “Eso fue horrible”, dice Z mientras recuerda a los niños con sus morrales caminando hacia el monte.

La confesión requiere penumbra y ocultamiento prudente del otro, de aquel que escucha, a veces el yo desdoblado de un solitario. La autobiografía ordena sucesos y establece, de manera implícita o explícita, los vínculos entre historia pequeña e historia grande y propone un diálogo entre el espacio privado y el público”. Graziella Pogolotti

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La masacre perpetrada por el Gobierno comenzó el 22 de febrero de 2019 y continuó los días siguientes, todo dentro del contexto de la entrega de la ayuda humanitaria promovida por sectores de la oposición venezolana.

Durante esos días de represión siete personas fueron asesinadas, cuatro de ellos indígenas. Otras 57 fueron heridas de bala (22 del pueblo pemón) y 62 arrestadas arbitrariamente, 23 de ellas indígenas. Las cifras corresponden al balance de la organización Foro Penal, aunque habitantes dicen que fueron muchos más. Todavía los indígenas se preguntan: ¿dónde están los camiones con la ayuda humanitaria?

Lo que sigue es un ejercicio por preservar la memoria en las voces de los indígenas que enfrentan un contexto global de militarización de la Amazonía y violación de todos sus derechos humanos.

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Viernes 22 de febrero de 2019

El 22 de febrero era un viernes y yo todos los viernes salía a La Línea (Brasil) para comprar los productos de la bodega, porque allá tengo una bodega con mi papá. Esa vez mi papá me llamó por teléfono como a las seis de la mañana porque se había quedado en otra cosa: “yo no sé si tu escuchaste lo que pasó en San Francisco”. “Sí, sí, yo escuché”, le respondí. Me dijo que no saliera, que las cosas se están complicando: “ten cuidado”, me dijo. Pero no pude, y tuve que salir: “¡Ve!, yo voy a salir y si pasa algo yo voy agarrar a la casa de tía o veo dónde quedarme”, le expliqué a mi hermana menor.

Salí en el transporte de la comunidad. Ya los militares estaban en el aeropuerto, en El Escamoto, y yo pasé así mismo: fui a visitar a mi tía y a preguntarle si sabía lo que había pasado en San Francisco. Eran como las diez de la mañana y ya los militares estaban llegando a Santa Elena de Uairén. “Bueno vieja yo me voy no vaya ser que las cosas se compliquen y yo me quede por aquí”, comenté a mi tía. Antes de salir yo había hablado con mi cuñada que me dijo que ella también iría a comprar comida. Yo salí y ya estaba el bochinche en El Escamoto (fuerte militar): estaban parando los carros, estaban con los armamentos. Ahí yo me asusté: esto no es normal. Eso fue como a las once de la mañana.

Llegué bien a la casa y la gente ya sabía lo que estaba pasando. Mi cuñada quedó atrás en la buseta pequeña. En ese tiempo ya había sequía. Los militares estaban lanzando bombas lacrimógenas, perdigones, todo el monte se incendió y le echaron la culpa a los paisanos.

La promesa de la entrada de la ayuda humanitaria alentó a pobladores de Santa Elena a presionar para recibir medicamentos e insumos requeridos al sur del país | Fotos cortesía

Los paisanos se pusieron unos guantes y les regresaban lo que los militares les lanzaban y esa fue la única manera de defenderse. Ellos fueron con las flechas pero se dieron cuenta que también había gente de otros lados, gente que llevaron engañados más que todo de Bolívar.

Mi cuñada dice que en lo que vieron el alboroto toda la gente se bajó del bus en el que iban y salió corriendo y se metieron por todo ese monte, escapando de todo lo que estaba pasando. Tuvieron que bordear el aeropuerto y casi los agarra el fuego porque todo el monte estaba en llamas. Ella llegó toda cortada como a las cuatro de la tarde. El bus también tuvo que meterse por el monte sino lo iban a incendiar. Y yo en la casa con mi hermana y mi sobrino.

La gente al escuchar todo lo que estaba pasando se comenzó a preparar. Empezaron a arreglar a los niños porque había muchos comentarios de que los militares iban a allanar la comunidad y que no les importaba si había niños, personas adultas, ancianos, que iban con todo. Y ese fue el miedo que le metieron a la comunidad que hizo que la gente saliera por el monte hacia Tarauparu, otra comunidad indígena que está en Brasil, donde se refugió la mayoría.

Esa vez hasta el combustible se puso caro. Se vio que hasta el mismo paisano en vez de ayudar comenzó a cobrar caro. Había una camioneta en la comunidad, una Toyota hembrita, y esa era la que podía entrar y dejar a la gente en toda la frontera. Veías todos esos niños montados ahí. De la frontera ellos agarraban como media hora en puro monte.

La comunidad estaba sola. Montaron a puros niños en la camioneta, bolsos, colchones. La camioneta sale y regresa y monta a más personas. Las casas se van cerrando y uno se siente de lo peor: si estás tú y tú hermana ¿qué piensas? Yo me sentía mal por los niños, tú ves que todos se van y quedas sola. Esa vez en la comunidad se vio esa tristeza, los perros llorando en la noche.

La mayoría de la gente se fue ese mismo viernes.

Sábado 23 de febrero de 2019

La gente se reúne el sábado a orar porque es una comunidad adventista. Antes se sentía la alegría de reunirse a orar y cantar con los niños pero ahora ya se los habían llevado para el lado de Brasil. La gente cantaba con dolor.

De viernes a sábado ya la comunidad estaba quedando sola. En la calle principal no veías a los perros ni a los pollitos ni a la gente.

En la madrugada del sábado como a las cuatro de la mañana yo escucho a una abuela que empieza a gritar: “levántense, levántense, que vienen, que vienen”. Yo estaba acostada y escucho eso en mi sueño: “vámonos, vámonos”, y dice el nombre de cada niño. Esa vez se levantaron y pobrecitos esos niños de madrugada asustados. Esa mañanita ellos arrancaron para el cerro. Queda lejos para los niños porque cuando uno es niño ve todo lejos, como dos horas y subiendo: niños de dos años, cuatro, ocho. Tú los veías como escaleritas con sus bolsitos.

No se vio eso de la creencia en Dios, la fe que uno tiene, todo eso aquella vez se perdió en la comunidad. Unos primos míos que viven detrás de la casa de nosotros se fueron solitos. Alguien los atajó en el monte. Había una niña discapacitada de 15 años, un niño de 10, otra de ocho, el más pequeño cuatro y un bebé. Ellos tenían en su mente llegar al monte y no regresar. No pensaron en nada, que si una culebra, que si los encantos, porque eso es peligroso.

Mi tío me dijo: “Yo no he hecho nada y si esa gente viene a matar yo voy a morir en la casa”. Ya la gente se estaba preparando para morir en la casa. ¿Y los niños? No, los niños ya se van.

Yo asustada, hablando me temblaban las piernas, me temblaba la voz.

Esa vez llegaron unos amigos que estaban cuando pasó lo de Canaima. Nos daban fuerzas a mi hermana y a mí.

El sábado en la noche todas las casas tenían las luces apagadas. Por los que se habían ido y los que se quedaban como prevención.

Hacía un viento fuerte, las matas de mango parecían que se iban a caer sobre las casas. Los perros lloraban. Eso era lo que más me daba miedo. Desde las doce hasta la una de la madrugada sentías ese silencio. Le dije a mi hermana si estaba dispuesta a poner unos horarios para vigilar, mientras una dormía la otra vigilaba y así. Yo duré como tres días sin dormir ahí.

A cada rato reunión. Nosotras asistíamos a las reuniones. Nos decían que eso se estaba poniendo peor, las cosas se estaban complicando, que querían tomar la comunidad, que en cualquier rato iban a llegar.

Así amanecimos.

Domingo 24 de febrero de 2020

Como a las dos de la tarde del domingo dijeron: “Vienen los militares a matar y hacer allanamientos, hasta aquí llegamos”.

La gente pensó en tumbar el puente para que no entraran. Unos decidieron poner unos troncos grandes. Otros decían que no, que si iban a entrar que entren, aquí los vamos a recibir bien porque no hemos hecho nada. Sacaron los troncos.

Yo pensé si vienen primero matarán a los que están en el camino antes de la comunidad. Hay que correr hacia el monte. Ya yo tenía un bolsito listo. Metí sal, fariña, enlatado, dos monitos y dos franelitas, por si acaso. Un bolsito pequeño. A mi hermana también la preparé. Yo andaba con los zapatos deportivos, dos pares de medias, un mono y encima de ese mono otro mono, la franela y el suéter.

Esa vez no pasó nada, cosas de Dios pues.


El pueblo de Santa Elena de Uairén resistió durante más 10 días la arremetida de las fuerzas policiales del Gobierno. Un año después, las heridas siguen abiertas


En las noches la gente se quedaba en los cerros vigilando. Y en el cerro hace mucho frío. Otros en las picas, los caminos que están en los montes.

Yo digo que todo lo que decían era mentira. Era para que la gente se asustara y se fuera para tomar la comunidad y convertirla en una base militar, es un lugar que está más cerca y céntrico del aeropuerto. Ellos tienen su plan en la comunidad, querían militarizar.

Ellos hicieron que las comunidades indígenas se pelearan. Casi se enfrentan los indígenas y eso hubiera sido una masacre. Si uno se pone a estudiar eso, eso era lo que querían que las comunidades se dividieran para atacar y decir que aquí también hay indígenas y tienen el derecho de entrar a la comunidad.

Hubo un enfrentamiento en La Planta y en San Valentín. Los muchachos agarraban los perdigones y las bombas y se las devolvían a los militares. Casi mueren personas indígenas. Venía una tanqueta y menos mal que aceleraron sino acaba con los pasajeros.

Hubo una noche en que lloré fuerte porque no hallaba qué hacer. Uno se echa a morir. Hay días en que uno se rinde y dice hasta aquí llegué. Pero no es así, uno tiene que pensar bien las cosas.

Viernes 1 de marzo de 2019

Duramos como una semana sin salir y la comida ya se estaba gastando. Ya la frontera la tenían cerrada, nadie podía pasar. Los niños que estudiaban del lado de Brasil no podían pasar. Agarramos la trocha. Yo le dije a mi papá: “pay voy a salir…” y me fui con mi hermana. El bus fue y paró en un punto que estaba militarizado. Esa vez logré entrar caminando por la trocha, pasé el cerro. Yo llegué sucia a La Línea (Brasil), la gente se quedaba viéndome. Gracias a Dios compré comida y regresamos. Eso se puso feo, estaban pidiendo cédula, los militares estaban cobrando. Dejaban pasar puro a los indígenas y a los criollos bueno… Si llevabas una paca de arroz debías dejar dos kilos.

Un amigo me dijo que le quitaron 2 mil reais brasileños, casi 400 dólares. A los compradores a cada rato les caían los militares. Los negocios cerrados. Después los del Cicpc comenzaron a entrar a los barrios. Hubo muerto pero nadie se atrevió a reclamar porque estaba poniendo en riesgo su vida.

La gente se escondió en sus casas. Nadie quería salir a la protesta

La gente que se fue a Tarauparu se quedó allá porque los están ayudando. Esa comunidad creció pero con muchas carpas… Tuvieron apoyo del Acnur (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados): plástico, ropa, comida. Los primeros días fino y ya después tenían que ver qué hacer. Yo tengo familiares que quedaron de aquel lado y tienen que depender del Acnur, cada mes le llega la comida o tienen que esperar que les manden dinero. Pero ya no es lo mismo y no pueden salir mucho de Tarauparu. Esa vez había puros indígenas pemón taurepan y había criollos que querían entrar pero los ubicaron a parte. Otros regresaron porque están acostumbrados a trabajar. Otros están que van y vienen.

En educación se vio el cambio porque la mayoría de los niños quedó del lado de Brasil, los que fueron refugiados. La gente antes se quedaba hasta las doce de la noche jugando fútbol, como la cancha queda ahí mismo… Ahora hay más reglas que antes, a las diez de la noche uno tiene que estar en sus casas y la seguridad tiene que estar pendiente de todo lo que esté pasando.

Me acuerdo que aquellos días se volteó el carro de la ambulancia en la vuelta de las hortalizas, un helicóptero no pudo despegar y después lo del avión que se cayó, eso fue fuerte. Esa vez los muchachos fueron y uno, que tiene la misma edad que yo, le dijo al coronel: “Estás viendo, a pesar de lo que tú nos hiciste en Canaima yo te voy a ayudar porque yo no soy malo”. El coronel se puso a llorar, era el que había estado en la masacre de Canaima. Estaba muy malherido.

Murió.

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