Celebramos el 5 de julio sin tener patria en Venezuela. Hemos de ser conscientes de esta realidad. La república se pulverizó, tanto como la Constitución de 1999, que es el pecado original, el origen de nuestras desventuras como pueblo. Lo grave es que la nación nuestra, contenido y soporte de la sociedad política que ha desaparecido en medio de los enconos, también se nos hizo añicos durante el corriente siglo. Si el afecto social ha desaparecido., cuando menos y enhorabuena sobrevive Venezuela en nuestros corazones. Con ellos sostenemos nuestra memoria de venezolanos, con altivez y espíritu resiliente.
A nuestra diáspora – la de adentro y la de afuera – se le ha irrogado un severo daño antropológico. La satrapía responsable que secuestrara el territorio en el que reposan las cenizas de nuestros mayores y lo ocupa por la fuerza, sin votos, negando la legitimidad democrática del 28 de julio de 2024, debe mirarse en las páginas de nuestra emancipación para que bien sepa sobre su destino fatal.
El desafío que hemos de atender con celo y mucho aplomo es, justamente, reconstruir a la nación para volver a ser ciudadanos.
He aquí, pues, la significación de reencontrarnos imaginariamente alrededor de esta fecha liminar y patria, para que fortalezcamos el optimismo de la voluntad. Urge que restablezcamos los lazos de afecto rotos por las separaciones. El renacer de la confianza nos hará posible reconstituir nuestra conciencia de nación: “limpiando primero el corazón de la levadura vieja”, diría Agustín de Hipona.
El 5 de julio y la Declaración de nuestra independencia – que fue la formalización del ejercicio de nuestra libertad púber al decidir separarnos de la España peninsular – ha de seguir siendo, en su ejemplaridad, expresión de nuestro proceso seminal de humanización como venezolanos. Bien lo decía don Andrés Bello: “Debe empezar la época de la regeneración civil de Venezuela, [tras] el malogramiento de las minas [cuando] la atención… debió dirigirse desde luego a ocupaciones más sólidas, más útiles y benéficas”.
Cada 5 de julio nos hemos dado por servidos los venezolanos, sin embargo, con la sola lectura del Acta de Independencia en sesión solemne o en alguna plaza, luego de ser abierta el arca que la contiene. Sensiblemente, le ha proseguido siempre un desfile militar que profana y desvirtúa el hondo significado civil de esta memorable fecha.
El caso es que se ha intentado repetidamente y a lo largo de dos siglos de acabar de raíz con la ilustración civil pionera de Venezuela. En esa línea de pensamiento han encontrado su justificación las dictaduras de los Monagas y de los Guzmán en el siglo XIX y las de Gómez y Pérez Jiménez en el siglo XX. Hasta el credo original bolivariano ha sido desfigurado y corrompido por los apóstatas del presente, que lo usan para el tráfico de las ilusiones, para traspapelar sus crímenes y delitos, y apalancar a un Estado que odia y oprime a los venezolanos, aliado con los profetas del pesimismo democrático.
Los repúblicos de 1811, autores del Acta de la Independencia y forjadores de nuestra primera Constitución, de la que es negación abierta la espuria y actual, eran hombres de factura liberal, anti maquiavélicos, constructores de utopías realizables. Buena parte la formaban los egresados de la Universidad de Caracas, llamada de Santa Rosa de Lima y del Beato Tomás de Aquino.
El padre de la patria, dada su preferente condición militar, de herencia familiar forjada bajo las reglas escolásticas del derecho divino de los reyes, consideraba que sus compatriotas estábamos impreparados para el bien supremo de la libertad. Quería independencia sin libertad, a diferencia de los repúblicos del 5 de julio. Aquél nos vio urgidos de ser tutelados por padres buenos y fuertes. Tachaba a los constituyentes por ilustrados y delirantes de repúblicas aéreas, siendo que, antes bien, amaban profundamente a su pueblo. Nos amaban a nosotros y así se lo hacen saber a los británicos, al enviarles nuestros documentos fundacionales.
La exposición de motivos, escrita a dos manos por el mismo Sanz y el maestro Bello, reza así:
“Aunque es inmensa la transición de su anterior abatimiento al estado de dignidad en que hoy comparecen, se verá al mismo tiempo que los naturales de la América Española están generalmente tan bien preparados para gozar de los bienes a que aspiran, como los de la nación que desea prolongar su tiranía sobre ellos”,
Releer al conjunto de esos documentos históricos previos y posteriores al 5 de julio de 1811, que no limitándonos a la célebre Acta de la Independencia redactada por Juan Germán Roscio – profesor de instituciones en la Universidad de Caracas – y que Francisco Isnardi, italiano de origen, perfeccionaría en fecha posterior al 5 de julio, implica volver a las fuentes de lo que somos.
He allí el astrolabio que nos permitirá reencontrar ahora a la nación que se nos ha extraviado. En esos papeles, consta y se resume el pensamiento seminal de nuestros Padres Fundadores, las bases de lo que somos y que habría de definir el perfil de sus causahabientes, nuestros líderes civiles contemporáneos; me refiero, obviamente, a los que han sido coherentes en el pensamiento y en la acción; asimismo, los que han asumido a la democracia como forma de vida y estado del espíritu nacional, sea a partir de 1947, sea luego, desde 1961, durante la elipse de nuestra constitucionalidad civil.
He de recordarles, en este orden, que los conceptos sobre el pacto constituyente y la representación popular, el Uti possidetis iuris que alegamos en la defensa actual de nuestro territorio Esequibo, el deber de imparcialidad de los jueces, la transparencia y rendición de cuentas por los gobiernos, la unidad democrática federal, la democracia y la garantía de los derechos del hombre como la proscripción de la tortura o la derogación de la infamia trascendente, la materia de indultos, la independencia de poderes y el control de constitucionalidad y legalidad y sobre el control democrático de la opinión pública, son principios muy nuestros, de factura venezolana. Fueron la obra de los padres fundadores de 1811, liberales a cabalidad, más tarde acusados de conservadores por quienes forjan a nuestras dictaduras militaristas y siembran sus excrecencias sucesivas.
Consistente con el pensamiento germinal de la venezolanidad, José Antonio Páez, a partir de 1830 dispone el retiro de los hombres de armas a sus haciendas. ¿Cuáles? Las que confiscaron nuestros soldados durante el período de la guerra fratricida.
A la sazón, separándonos de Colombia Páez llama a las luces, a los preteridos doctores, los que sobrevivieron al imperio de las armas y a otros nóveles, para que dibujasen otra vez a nuestra república civil desde la Sociedad Económica de Amigos del País.
Hasta 1999, así las cosas, los venezolanos rendíamos honores a los padres fundadores de 1811 y a Bolívar. Le rezábamos al Precursor Miranda, traicionado por este y pionero de nuestra diáspora, quien al igual que Bello son los pioneros de nuestra diáspora actual y mueren en el exilio.
Le rendíamos culto a Cristóbal Mendoza, Juan Escalona, Baltazar Padrón, López Méndez, Juan Germán Roscio, Francisco Javier Yanes, Martin Tovar, Fernando Peñalver, Luis Ignacio Mendoza, Lino de Clemente, José de Sata, Ramón Ignacio Méndez, entre otros tantos. Cultivábamos a los olvidados de 1830: al rector José María Vargas como a Santos Michelena, Domingo Briceño, Tomás Lander, Antonio Leocadio Guzmán, al mismo Francisco Javier Yanes, de origen cubano y secretario como presidente de nuestros primeros congresos, y a Fermín Toro, Juan Bautista Calcaño, Diego Bautista Urbaneja, Valentín Espinal, y a otros tantos.
¿Alguno de nosotros recuerda estos nombres, el de los parteros civiles de nuestra nacionalidad, albaceas de nuestro espíritu libertario, con sentimientos de gratitud?
Todos fueron proscritos a partir de 1999, al instalarse entre nosotros la mentira constitucional y el terrorismo de Estado.
Somos liberales auténticos
El 5 de julio no fue un salto al vacío. Recibió los insumos intelectuales y documentales de la revolución de Gual y España, macerados con las enseñanzas de Juan Bautista Picornell, parte del movimiento prerrevolucionario liberal español. Se trata, como lo refiere nuestro gran filólogo de origen catalán, don Pedro Grases, de un “código de moral y política por el que debe guiarse un buen republicano”.
El ilustrado liberal Picornell, mallorquín, llega a La Guaira en 1797, junto al joven Manuel Cortés Campomanes, Sebastián Andrés y José Lax de Boas, todos reos de Estado, condenados por la frustrada Conspiración de San Blas en España que estallaría el 3 de febrero de 1796.
En las Actas del Congreso Constituyente de Venezuela de 1811, por ende, se hizo constar lo siguiente: “En el Salón de Sesiones del Supremo Congreso de Caracas entró con previo permiso D. Juan Picornell, a ofrecer sus servicios en favor de la patria, al restituirse a Venezuela de la persecución sufrida por el Gobierno anterior”.
¿Qué propugnaba este señor Picornell?, simplemente la libertad, el Estado limitado y la democracia. Son estos los bienes que se pierden mediante la recreación repetitiva entre nosotros del padre fuerte o gendarme necesario de corte bolivariano, plagio intelectual de la experiencia napoleónica. Junto a los mitos de Sísifo y El Dorado, este otro mito, el Cesarismo populista ha forjado las cadenas que no hemos logrado romper hasta el presente. Son, todos a uno, los que todavía adormecen nuestra conciencia liminar de nación.
Picornell, autor del Discurso Preliminar dirigido a los americanos e introductorio de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano traducida y publicada en 1797 por los integrantes de la conspiración de Gual y España, es quien sintetiza la episteme democrática de nuestros proceres civiles, firmantes del Acta de Independencia y de nuestra primera Constitución: “La verdadera esencia de la autoridad, la sola que la puede contener es sus justos límites, es aquella que la hace colectiva, electiva, alternativa y momentánea”.
Los documentos de 1811 no los pudo quemar el realista y Capitán General Domingo de Monteverde. Algún diputado se los había llevado, ocultándolos. Desaparecido el Libro de Actas, previo dictamen de la Academia Nacional de la Historia de 1891 – en el que se declara coincidente al Acta de la Independencia con la publicada en El Publicista Venezolano – luego se certifican como auténticos, en 1909, los documentos contenidos en el libro bilingüe que ve luz en Londres en 1812 y edita Bello, apenas caída la Primera República.
El libro de Actas aparecerá en 1907. Se lo usaba como asiento del piano en la casa de la viuda del doctor Carlos Navas Spinola, en Valencia. Un amigo de esta, Roberto Smith, al verlo se lo participa al historiador Francisco González Guinan, quien a su vez le escribe al presidente Cipriano Castro, El Cabito, dándole la buena nueva. Exhibido el 5 de julio de 1908, desde entonces reposa en el Salón Elíptico del Palacio Federal, en el arca cuya llave hace pender Castro de un Collar que endosa al efecto y es de uso exclusivo por los presidentes de Venezuela.
De modo que, al celebrarse el espíritu del 5 de julio, en una hora en que la nación misma busca renacer desde sus cenizas, hemos de saber y entender los venezolanos que la experiencia liberal de la democracia, tal como la entendían nuestros Padres Fundadores de levita, es algo que trasvasa a la política de trincheras y al autismo electoral.
Conocemos, pues así reza el Acta de Independencia, “la influencia poderosa de las formas y habitudes a que hemos estado, a nuestro pesar, acostumbrados”; pero “también conocemos que la vergonzosa sumisión a ellas, cuando podemos sacudirlas, sería más ignominiosa para nosotros y más funesto para nuestra posteridad, que nuestra larga y penosa servidumbre”.
¡Dios bendiga a Venezuela!
Asdrúbal Aguiar