El terremoto de magnitud 6.0 que sacudió el este de Afganistán el pasado 31 de agosto se convirtió en una tragedia especialmente letal para mujeres y niñas. Según la ONU, más de 2.200 personas murieron y 3.700 resultaron heridas, pero la mayoría de las víctimas fueron mujeres, atrapadas en un sistema de normas que las condena a permanecer dentro de casas vulnerables de adobe, convertidas en auténticas trampas mortales.
El sismo, registrado a las 23:47 hora local, sorprendió a las familias mientras dormían. Sin embargo, la magnitud de las pérdidas femeninas no fue un accidente, sino el resultado de un “apartheid de género” que restringe su movilidad y limita su acceso a servicios médicos.
Atención médica bloqueada
Las sobrevivientes enfrentan además una segunda catástrofe: la falta de atención sanitaria. En hospitales como el provincial de Kunar, los registros muestran decenas de hombres hospitalizados frente a apenas unas pocas mujeres. No porque ellas no necesiten ayuda, sino porque no se les permite ser atendidas por médicos varones y la escasez de personal femenino es crítica, e incluso si quedan atrapadas bajo los escombros, los rescatistas varones no pueden tocarlas.
Las restricciones impuestas por los talibanes, que prohíben a las mujeres estudiar medicina, agravan la crisis. Muchas familias rurales prefieren que una mujer con heridas graves permanezca en casa antes que exponerla a un examen clínico de un hombre que no sea un pariente cercano.
Historias de supervivencia entre la prohibición
Testimonios recogidos por agencias humanitarias revelan escenas dramáticas. En la localidad de Chawki, la partera Pakiza asistió un parto a la intemperie con apenas un botiquín de primeros auxilios, reflejo de la falta de instalaciones y de personal femenino disponible.
«Como todos presenciamos, había una escasez de personal femenino en todos los sectores», explicó Sultan Mahmood, residente de la zona. Qari Sadaqat, líder comunitario, reconoció que muchas pacientes «no se sienten cómodas mostrando sus heridas a doctores», un obstáculo cultural reforzado por la normativa talibán.
Una crisis sobre otra crisis
El terremoto golpea a un país ya al límite, donde 23 millones de personas dependen de ayuda humanitaria y casi dos millones de retornados de Irán y Pakistán en 2025 se asentaron en las provincias más afectadas. La catástrofe arrasó también los medios de vida de las mujeres rurales, desde la sastrería hasta la cría de animales, que realizaban en hogares ahora reducidos a escombros.
Además, más de 11.600 mujeres embarazadas en la región enfrentan un acceso casi nulo a atención materna, exponiéndose a complicaciones mortales en un entorno de prohibiciones y carencias.
En medio de la devastación provocada por el terremoto las imágenes difundidas desde las zonas afectadas muestran a rescatistas, médicos, soldados y heridos. Sin embargo, casi no aparecen mujeres. Cuando lo hacen, es de espaldas, completamente cubiertas o en la figura de niñas.
Nadie sabe con certeza cuántas han muerto o cuántas logran recibir ayuda. Ese vacío informativo responde a lo que organizaciones de derechos humanos llaman un “silencio impuesto”.
«Las mujeres son invisibles, relegadas al hogar y sin derecho siquiera a ser atendidas tras una catástrofe. Es un sistema que multiplica la tragedia y condena a la mitad de la población al abandono», Khadija Amin, presidenta de la organización Esperanza de Libertad.