Casi sin dormir, el migrante se duchó a las cuatro de la madrugada para estar en el aeropuerto El Dorado una hora más tarde y chequearse para el vuelo de las 7 a.m. A las diez de la mañana el vuelo procedente de Bogotá aterrizó con puntualidad en el aeropuerto Jorge Chávez que sirve a la ciudad de Lima, con tiempo suficiente para tomar un taxi hasta el terminal de buses, donde abordaría el de las 14:30 con destino a Tacna, en el extremo sur del Perú.
Un día completo de curvas y rectas, colinas y valles, playas solitarias y acantilados inhóspitos. Cuatro horas de luz hasta llegar a Pisco, una noche entera intentando dormir obviando los pueblos ancestrales y tristes desde Nazca hasta Camaná; media mañana de más carretera y más desierto para llegar a Tacna antes del mediodía.
El acento y la vestimenta de los peruanos pobres que viajan en autobús largas distancias se enreda con las «vainas» y los «coños» de los venezolanos mal abrigados que alguna vez pensaron ser ricos. Las posibilidades de los jóvenes profesionales en Venezuela se han mudado a otros países de Suramérica; entre ellos Chile, como opción preferida por médicos, administradores e ingenieros.
Más atrás viaja una pareja que habla con vehemencia maracucha: él ingeniero mecánico y ella técnico superior en petróleo; demasiados títulos para un país sin industrias; mejor emigrar a trabajar de chofer de Uber y de vendedora en las tiendas de Providencia, en Santiago. Al fondo, una mamá calma con su pecho a un niño cansado de seis días y seis noches en autobuses desde que salieron de Valencia a reunirse con el padre de la criatura que los espera en Curicó, sesenta horas de carreteras más adelante. La abuela se vino para ayudar con el coche, la pañalera, tres maletas y dos bolsos, pero se queda dormida mientras su aliento se condensa en el frío de la ventanilla. Adelante van los «venecos» sin estudios, que salieron con lo que llevaban puesto y lo justo para llegar a Ecuador a limpiar parabrisas en los semáforos, vender caramelos en las esquinas y medio vivir con diez dólares al día, pero la xenofobia los hizo correr hasta llegar a Lima, solo para darse cuenta de que en el Perú tampoco los querían y que las propinas en soles no daban para la comida más la residencia de cinco dólares al día.
«¿A cuál de ellos me parezco?», se cuestiona el migrante. «Hay algunos que nunca debieron salir de Venezuela… Quizás los chilenos en Arica, Iquique o Antofagasta les den una mejor acogida a sus destrezas, tan limitadas como sus posibilidades de subsistir en su aventura migratoria», concluye.
Carlos J. Suárez Isea