En la historia hay un solo recuerdo igual para todos que es el recuerdo de Dios. Mientras que cuando se trata del recuerdo de los hombres sobre una misma y única experiencia compartida, ese recuerdo deja de ser unánime y se convierte en una especie de espejo roto con miles de partes inconexas con su propia vida y autonomía.
Humanamente el recuerdo es diverso y fragmentario, más poseído por el olvido que por la lucidez. Nadie puede acceder a la totalidad histórica sin algún tipo de resquebrajamiento, todo acercamiento historiográfico es limitado, parcial, subjetivo, aleatorio e interesado, diríamos, utilizando un tono existencialista: circunstancial. En ese caos, las memorias combaten entre sí excluyéndose y acompañándose, coincidiendo y rebatiéndose. ¿Dónde entonces está la verdad? No hay verdad posible, total y absoluta dentro de la historiografía, sólo verdades consensuadas en permanente revisión y superación. Y las verdades al uso en cualquier sociedad en el mundo, como diría un marxista, representa el punto de vista del sector o los sectores dominantes que la dirigen, que ocupan el Estado, el Poder, el Gobierno y la Institucionalidad.
Los buenos historiadores más que procurar conseguir la verdad y “narrar las cosas tal como sucedieron” tal como sugirió Leopold Von Ranke (1795-1886), aceptan con modestia y paciencia, esa imposibilidad. Con todo son capaces de ofrecer su propia compresión del pasado a través de interpretaciones creativas sólidamente elaboradas de acuerdo a procedimientos teóricos, filosóficos y metodológicos contrastables y que la experiencia y la innovación constante van refinando. Los historiadores trabajamos con el concepto de la “imperfección”.
Muy recientemente, leía una noticia sobre un ilustre matemático de Azerbaiyán, profesor en Berkeley, Lotfi Zadeh, de 91 años de edad, y que se mantiene activo, por sus contribuciones a una ciencia artificial que imita a la humana, y decía un tanto apesadumbrado que “no sabía cómo abordar la imprecisión” dentro de los llamados “conjuntos difusos” que procuran percibir la realidad con matices, junto con sus luces y sombras, aunque privilegiando el claroscuro. El historiador, en su angustia por captarlo “todo”, sabe que hay que procurar lo esencial, y ello es básicamente entrar en el terreno de una lógica difusa, trabajando desde la “imperfección”.
La humildad es una forma de revelación de la verdad filosóficamente hablando. Y los historiadores empeñados en resucitar los muchos pasados que han ocurrido hacemos alarde de ignorancia y soberbia cuando apuntalamos un conocimiento dogmático y autosuficiente. Es por ello que me identifico con el escepticismo de Gao Xingjian, Premio Nobel de Literatura, cuando señala: “La historia es un enigma: o bien: la historia no es sino mentira, o bien: la historia no es sino pura tontería, o bien: la historia es profecía, (…) e incluso: la historia es producto de la razón, (…) y la historia no es nada de todo esto, (…) ¡Ah! la historia, a fin de cuentas, puede ser descifrada tal como se quiera”.
La historia imperfecta
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