Jugar banca en la iglesia

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A quien haya sido entrenador deportivo le habrá tocado hablar con papás que le reclaman por qué su hijo solo juega “banca”. El técnico está en la disyuntiva de querer ganar el partido y para eso no se arriesga con sus jugadores mediocres. ¿Es justo? ¿No es justo? No lo sé, ni lo voy a contestar.

Voy a hablar de otra cosa. A las personas corrientes siempre se les ha puesto a “jugar banca” en la Iglesia. Es decir, a ocupar un segundo lugar en la alineación de los buenos. Antes no fue así. En el imperio romano los cristianos supieron defender su derecho a la santidad, y aunque fueron perseguidos vivieron y manifestaron su fe.

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Eso ha pasado en la historia de la Iglesia. Quien era amigo de los curas y de los obispos podría aspirar a destacar en la vida eclesial, sin pensar que destacar en serio no era figurar, sino ser santo. Pasaron los siglos y esa posibilidad se fue borrando del mapa. A lo más que podrían aspirar los cristianos era a seguir las directrices que les señalaran las autoridades eclesiásticas y ocupar los cargos que ellos dispusieran. Algo así como ayudantes o capataces de quienes mandaban.

El Concilio Vaticano II dijo que no. Que ese era un enfoque equivocado. Habló solemnemente de “Llamada universal a la santidad”. Quiere decir que todos estamos convocados a esa posibilidad, no por mandato eclesiástico, sino por estar bautizados.

En 1928 hubo un sacerdote, -hoy san Josemaría Escrivá de Balaguer- a quien le llamaron hereje por afirmar que se podía ser santo en medio del mundo en los avatares propios de la sociedad de los hombres: vendiendo hamburguesas, educando a sus hijos, ejerciendo el derecho, etc.

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Él no se calló. Tanto que, hoy la Iglesia lo considera un precursor del Concilio Vaticano II. En esta tarea le ayudó mucho Monseñor Álvaro del Portillo, quien será beatificado el 27 de septiembre próximo. Haber canonizado al Fundador y ahora beatificar a su sustituto, quiere decir que la Iglesia ha confirmado como eficaz ese camino. No es locura aspirar a la santidad sino una muestra de confianza, pues cada bautizado realiza la Iglesia en el sitio donde está. Construir la Iglesia no es algo que corresponda a quienes hablan desde el altar. Eso se puede hacer, pero no es ni el único, y mucho menos el principal cometido de los laicos. Su tarea es otra: ser con su vida, como una inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad.

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