Mario Fiorenza Bonfini: Emigrar es una tragedia

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Por los años 50, después de las perversas guerras, Venezuela cobijó en su seno a miles de emigrantes europeos: españoles, italianos y portugueses en su mayoría, empujados unos por lo vivido o el afán de encontrarse, otros, con la tierra próspera -moneda fuerte- que tenía como tutor a Pérez Jiménez. Era el eco que volaba sobre la cresta de las olas del Atlántico hasta estrellarse y restallar en pleno malecón europeo.

No había reservas ni secretos sobre Venezuela. Lo bueno iba de boca en boca, frotándose entre las comisuras labiales con ligeros susurros y encantos al oído, onda melosa que, sin ser maligna, un buen día de 1956 un amigo hizo inocular en el pabellón de la oreja de Mario Fiorenza Bonfini, quien después de asimilarla la acarició, la hizo suya, la apretujó en su pecho y a los pocos días, cual Colón, asomado a la rada del puerto de Génova, embarcaba en el barco de bandera italiana Irpinia para un viaje, previos requisitos, de 21 días hasta el puerto de La Guaira, en la Venezuela pretendida.

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Atrás, en su nativa Friuli-Venecia-Giuli, nordeste de Italia que se asoma al Adriático, envuelto en el brumoso torbellino de las ondas expansivas y extinguibles, propias de las propelas de embarcaciones de gran calado, el recuerdo de sus padres y de su hermano mayor, Francesco, porque Dolores, la morocha vive actualmente en Torino.

También atrás, las suplencias que hizo como maestro de escuela, su primera profesión y su primer trabajo en la vida, esa que después de la botadura genovesa hizo anclar y fondear en Venezuela hasta los días presentes, donde, con una cabellera moteada de blanco por sus 85 años, nariz perfilada, penetrantes ojos grises y agudos sentimientos y análisis, a diario se le consigue en su negocio de la 20 con calle 11, Serciteca (Servicio Científico Terepaima CA), cuadrante en el que, solicitud del periodista, se realizó la más que amena y agradable conversación.

Primer puerto: Caracas

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Después de dejarse calentar la oreja, en el mero argumento criollo, don Mario cumplió los requisitos: examen médico, buena conducta y pago de los pasajes de ida y vuelta que tenían un costo de 200 mil liras que “era mucha plata” y, a la mar, a la “gran aventura”, como él mismo la bautizó en el año 1956 al momento de zarpar.

“En el barco comíamos y dormíamos bien, hicimos varias amistades, pero en el último día de la travesía vinieron las preocupaciones”, susurró en baja voz, gastada por el tiempo, casi al oído del periodista, mientras sus manos, al estilo europeo, hacían pausados movimientos de aspas. Entre su humanidad y el escritorio no había espacio.

– Por esas amistades de la travesía fuimos a una pensión, la Quinta Marimar en la calle El Mango, cerca del hotel Olimpo en las cercanías de los estadios de la UCV en Caracas. Se pagaban por alojamiento y comida, diarios, 11 bolívares. Mi capital era de aproximadamente 500 dólares, que se esfumaron rápido porque los taxis, entre muchas cosas, al oír nuestro acento extranjero nos cobraban el doble y nosotros no lo sabíamos.

En los avatares del recién iniciado emigrante un día se apuntó como listero en las construcciones de los superbloques que se construían en Caracas con paga de 800 bolívares mensuales, inicio de jornada a las 5 de la mañana y cierre a las 11 de la noche. “Comíamos era sandwich con mortadela, se trabajaba sábado y domingo porque se tenían que entregar las construcciones antes del 2 de diciembre para inaugurarlos el famoso “Día de La Patria”.

Barinas y sus amores

Un “paisano”, en referencia a un oriundo de Barquisimeto porque ama y siente la tierra que lo cobijó, al mes medio y medio de estar en Caracas le ayuda a fijar como nuevas coordenadas Barinas, segundo puerto, en el que se enrola como empleado en la construcción de la carretera Puente Páez-Puerto Nutrias en extenuantes jornadas que concluían pasadas las 7 de la noche.

En el tráfago de un lustro en tierra marquesa porque permanece allí hasta 1961, el oriundo de Friuli-Venecia-Giuli, de la que extraña el plato característico, la polenta echa con agua y harina, abre el camino a sus dos amores y es en ese momento cuando crea un espacio entre su humanidad y el escritorio mientras sus manos se agitan a mayor velocidad y sus ojos se avivan, surgen, en las pequeñas voladas, dos amores: su esposa y la querencia, per se, sobre el arbitraje en el fútbol.

Carmen Coromoto Cazorla, llanera de cepa y con profesión de maestra normalista con estudios en un colegio de monjas en la ciudad merideña de Tovar, oriunda de Puerto Nutrias se robó el corazón del emigrante para refundirlo en uno solo y del que procrean tres hijos: Carlo Umberto (ingeniero electricista), Antonietta (abogado) y Valentina, la menor, quien falleciera recientemente en Barquisimeto con el consecuente rictus de la tragedia en su cara al momento de referirlo, las magulladuras en el cuerpo y laceraciones en el alma de don Mario, amén del núcleo familiar.

Por todas las experiencias a carne viva fuera de su terruño, sedimento pasado por los cedazos de la vida durante casi seis generaciones según el rasero de Ortega y Gasset, es que, con una pausa encajonada en los silencios de su oficina, rostro adusto con pigmentos de la sabiduría de los años, Mario Fiorenza “cinceló” la frase “emigrar es una tragedia”, a sabiendas que por las venas de los friulanos corren sangres aventureras.

La llama del arbitraje

A la par de su estancia en Barinas, “más o menos por 1960”, dice después de hurgar en la memoria, se hacían los trazos del fútbol categoría libre.

– Se formaban, entre otros, los equipos Italbarinas, Club Deportivo Español y la colonia árabe, alentados todos por oriundos de esas tierras, pero no había árbitros, era el gran problema. La guerra había dejado secuelas y los conocimientos eran pocos. Yo tenía los adquiridos en el colegio allá en Italia. Optaron, en comisión, que cada club propusiera un candidato a ejercer ese rol y la gente de Italbarinas se inclinó por mi, rememoró.

Su primer partido fue Deportivo Italia-Selección de Barinas en la cancha de La Carolina, hoy Agustín Aponte, en honor de un gran entrenador de fútbol, refiere don Mario.
Desde ese momento al vuelo las campanas, con casta internacional desde 1970, para ser con orgullo, “el primer barquisimetano con el rango FIFA”, porque al momento de instalarse en Lara se inscribió en la Comisión Arbitral de la entidad.

A su lado, otros gruesos nombre del arbitraje criollo: Vicente Llobregat, José Castro Lozada, José Barrone, Horacio Di Rosa, José Vergara, con quienes compartió cancha y arbitrajes, sin olvidar a dirigentes como Asdrúbal “Quemao” Olivares, quien, a su juicio, contribuyó a darle “categoría internacional” al arbitraje venezolano, apoyado en los conocimientos del jugador, árbitro, periodista y escritor español Pedro Escartín Morán, quien vino a Venezuela con ese objetivo, de la mano de Diego D´Leo, a quien Mario Fiorenza, luego de hurgar en los recovecos de su prodigiosa memoria, refiere después del agradecimiento, como “él (que) me empujó”.

Luego de ese empujón, un sinfín de torneos nacionales, partidos de Copa Libertadores, eliminatorias mundialistas y como broche dorado la función de “veedor FIFA” en el aspecto arbitral, la cual desempeñó durante 15 años, desde 1985 hasta 1990, cifra que se repite (15) como árbitro, tarea compartida con su tenaz labor de empresario luego que otro paisano, a quien también agradece, Fernando Di Filippo, en 1975 lo encaró primero y luego, después de azuzar, le brindó todas las facilidades, todas, para que montara “su negocio” acá en Barquisimeto.

Historias miles

En el apartado de las anécdotas, Mario Fiorenza Bonfini reúne muchas.
En las canchas, por sus observaciones, Luis Mendoza y Richard Páez Monzón, por ser los mejor dotados técnicamente además de “mucho carácter y temperamento”; la dureza de una plaza como Acarigua, especialmente contra los árbitros con el apartado especial que una vez consiguieron, después de ser secuestrado, a uno totalmente desnudo a las 11 de la noche en la vía hacia Cojedes.

De todas, hay una muy especial en el Pascual Guerrero en Cali, Colombia, en un choque de Copa Libertadores, cuando, por referencia de su colega colombiano Guillermo “Chato” Velásquez (expulsó a Pelé en un amistoso) tenía referencias de los jugadores número 2 y 5 de los verdolagas (Cali), el primero por “pegar” y el segundo por ser un “radio prendido”.
– Al final todo resultó fácil porque al 2, a la primera pegada en los minutos iniciales, amarilla y el ´radio prendido´, que venía al reclamo, al ser encarado con firmeza, enseguida se apagó.

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