#OPINIÓN Por qué no olvidamos a Cecilio “Chío” Zubillaga Perera #1Ene

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Al escritor Juan Páez Ávila dedicado.

Cecilio Zubillaga Perera exhaló su postrer aliento en su casa de habitación de la calle Bolívar poco antes del artero golpe de estado contra el novelista y presidente Rómulo Gallegos, ocurrido el 24 de noviembre de 1948, y cuando el pie sionista se posó con violencia implacable en las antiguas tierras de los palestinos. Sus lúcidos ojos se apagaron el 25 de junio de 1948, por lo que estuvo ausente de esta terrible felonía que daría inicio a una década de terror e ignominia. Había nacido Chío Zubillaga en Carora en 1° de febrero de 1887, es decir en el último y agónico gobierno del general Antonio Guzmán Blanco llamado El Bienio. 

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Pudo Chío vivir más y murió relativamente joven a la edad de 61 años. Imaginemos, en un ejercicio de historia contrafactual, qué habría sucedido de haber vivido unos 20 años adicionales, una prórroga existencial, es decir hasta el emblemático año 1968. La caída de la tiranía perejimenista lo habría hecho salir a la calle a darle apoyo al movimiento cívico militar que logra tal proeza histórica, se habría despedido de la vida terrena en el año de la gran rebelión juvenil mundial, el Mayo Francés, que de seguro hubiese aplaudido furibundamente al lado del filósofo Bertrand Russell. 

Pero, ¿qué tiene este magnífico hombre de la más remota provincia del semiárido que en un país ayuno de memoria como Venezuela, aún recordamos con enorme respeto hasta la adoración? ¿Por qué su memoria permanece en el imaginario colectivo de los venezolanos y de los caroreños después de 76 años de su partida terrena? ¿Qué fue lo que siembra para la posteridad este ingenioso renegado godo de Carora? ¿Cuáles fueron sus experiencias decisivas en su zigzagueante periplo vital?

Para empezar, digamos que Chío fue un auténtico “intermediario cultural”, a la manera como lo entiende el historiador francés de la Escuela de Anales Michel Vovelle (1933-2018), un guardián de ideologías dominantes, como de vocero de revueltas populares, un hombre a medio camino entre la cultura de élites y la cultura popular. Tal es la categoría de comprensión que ha utilizado mi tutorada Dra. Isabel Hernández Lameda en su excelente Tesis Doctoral sobre Chío Zubillaga (UPEL, 2019). 

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Chío amaba la cultura clásica y leyó a sus prominencias: Platón, Rousseau, Hugo, Cervantes, Renan, Tolstoi, Unamuno, José Martí o Dostoievski, pero entendió con enorme agudeza poco usual que la despreciada y malentendida cultura popular existía y tenía derecho a ser tomada en cuenta, que tenía y tiene mucho que enseñarnos a pesar de encontrarse como arrinconada, preterida. En este sentido se adelanta a las propuestas del soviético Mijail Bajtin, los venezolanos Mariano Picón Salas y Miguel Acosta Saignes. Es la cultura popular la cultura que inexplicablemente no habita las aulas de clase y las cátedras de las altivas y arrogantes universidades y academias, pero existe, tiene frondosa vida, está ahí como esperándonos para revelarnos sus maravillas ignoradas. La cultura popular venezolana es un invento prodigioso de Chío Zubillaga. 

Es por ello que como “intermediario cultural” vemos a Chío como flamante presidente del selecto Club Torres de Carora, el club de una minoría ilustrada y goda, apoya inicialmente al gobierno del general Juan Vicente Gómez y que empero será también implacable e inclemente contra el mal del latifundismo, las injusticias sociales del analfabetismo, la enfermedad y la explotación. El pueblo irredento será su enseña vital hasta el final de su vida en aquella Venezuela semifeudal y palúdica. 

Dos acontecimientos nos dan una explicación de la controvertida y apasionante personalidad de Chío Zubillaga. El primero acontece en 1899 cuando debe abandonar las aulas del Colegio Federal Carora por miedo a la recluta. No volverá jamás a los estudios formales y se convierte de tal manera en uno de los más completos y originales autodidactas de Venezuela en el siglo pasado, destacadísima condición que comparte con su paisano, el bachiller Rafael Domingo Silva Uzcátegui. La terrible decisión del presidente Cipriano Castro y su ministro de instrucción Dr. Félix Quintero de clausurar el plantel de secundaria lo motivará convertirse en su propio maestro. Y lo logra de manera magistral. Cuando es reabierto el Colegio que dirige el Dr. Ramón Pompilio Oropeza en 1911, ya Chío es un autodidacta completo o en vías de serlo.  Apenas tiene 25 años de edad y ya escribe de buena manera en el diario El Impulso de Federico Carmona y en el quincenario Labor, del Br. José Herrera Oropeza y el poeta tocuyano Hedilio Lozada.

El segundo acontecimiento que marca de manera indeleble la vida de Chío será tan terrible y traumático como la clausura de planteles de educación en toda Venezuela, se producirá en 1911 cuando muere de manera trágica su hermano mayor, el Pbro. Dr. Carlos Zubillaga, víctima del acoso y del extrañamiento que sufre este prelado, quien junto al Pbro. Br. Lisímaco Gutiérrez adelanta una iglesia social, una iglesia para los pobres y más humildes de la mano e inspirado en la Encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, que los sectores conservadores de la Iglesia Católica de Carora anatemizaron con saña. 

Sacado Carlos Zubillaga de su ciudad es confinado a la población de Duaca, en donde se cree perseguido por un felino imaginario cae de gran altura y fallece tras horribles cinco días de agonía. Había Carlos fundado en breve y agitado lapso con Lisímaco Gutiérrez el Hospital San Antonio, escuelas nocturnas para obreros, el periódico El Amigo de los Pobres, una orden de religiosas para la atención de los enfermos, una banda de música, un asilo para infantes, implementa ollas comunitarias. Una iglesia popular, lejos de la pompa y el boato eclesial de misas y liturgias que no agrada a ciertos sectores eclesiásticos conservadores de Carora. Este hecho dolorosísimo será sin embargo lo que introduce en Chío una sensibilidad hacia los asuntos sociales sólida y perdurable, lo que será en lo sucesivo el nervio y motor de su existencia.

El humanista Dr. Luis Beltrán Guerrero ha escrito que esta experiencia de los reverendos Carlos y Lisímaco puede ser calificada como un antecedente de la Teología de la Liberación Latinoamericana en estas tierras del semiárido occidental venezolano. Viéndolo en perspectiva desde el mirador del siglo XXI, la afirmación de Guerrero tiene cierto sentido, pero le falta un elemento esencial a esa Teología de la Liberación de principios de siglo XX: la teoría marxista que Carlos y Lisímaco casi que desconocieron y que hizo su aparición sorpresiva en 1917 con la Revolución Bolchevique en la lejana Rusia y cuando estos dos levitas estaban ya fuera del escenario vital.

De tal modo es que nosotros nos atrevemos a considerar que el verdadero antecedente de la Teología de la Liberación en Carora y quizás en Venezuela, ha sido Cecilio Chío Zubillaga pues en su alma convivían dos creencias antitéticas, dos discursos: la fe en Cristo redentor de la humanidad, por un lado, y en Lenin, constructor del primer estado socialista de la Tierra, por el otro. Dogma e incredulidad conformando el “monstruo bifronte” del que nos habla el antropólogo francés Jacques Lafaye al referirse a la Teología Latinoamericana de la Liberación.  

Quien escribe trató con relativo éxito introducir a Chío Zubillaga en la Facultad de Humanidades y su Escuela de Historia de la Universidad de Los Andes, allá en la década de 1970. El Dr. José Manuel Briceño Guerrero dijo en ese entonces del caroreño que era “un pensador de hamaca y zaguán”. Y que su éxito consistía en que los muchachos, siempre ingobernables y díscolos, le hacían caso, le obedecían. Esos muchachos asistían a su cuarto de habitación, que se convirtió en una verdadera universidad popular. Allí se asomaron, tímidos al comienzo, varios e inteligentes y entusiastas jóvenes en búsqueda de consejo y de guía. 

Citaré de primero a uno de esos muchachos, el mago de la oratoria conocido como El Catire Timaure, vendedor de tiques en el cine Salamanca. Disfrutar de unas espumosas bien frías en el Centro Lara con El Catire era una experiencia surrealista. Muy cerca de mis afectos estará el Maestro Alirio Díaz, con quien compartí bellas e instructivas conversaciones bajo la pérgola de los afables y cordiales esposos Haydee Álvarez y Alejandro Barrios Piña. “He leído su magnífico libro de El Colegio La Esperanza y Colegio Federal Carora, 1890-1937.”, me dijo en tono de admiración a mi trabajo un 31 de diciembre de 2004. 

La persistencia de Chío en la memoria colectiva venezolana se debe a que fue el magnífico y clarividente creador de la cultura popular, lo cual logra gracias a que se comportó como un auténtico “intermediario cultural”, que puso la alta cultura al servicio de los intereses legítimos de las clases irredentas. Su otro gran aporte será que fue su pensamiento y acción un antecedente de la llamada Teología Latinoamericana de la Liberación, portento que logra Chío Zubillaga mucho antes del Concilio Vaticano II de 1962 convocado por el papa Juan XXIII, y mucho antes de que se le ocurriera al sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez Merino.

Luis Eduardo Cortés Riera

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