#OPINIÓN Crónicas y relatos de la migración: La decisión de emigrar #29May

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Al comienzo de la diáspora, llegaron a Chile los profesionales mejor preparados en busca de horizontes para crecer, ingresos acordes con su experiencia y calidad de vida para su entorno familiar. Una arquitecto, profesora universitaria, viaja con su esposo y tres hijos para cursar estudios de doctorado en Santiago. Un administrador con maestría se instala recién casado en Providencia, contratado por un banco holandés. Una joven doctora atiende pacientes en la unidad de oftalmología de una clínica de especialidades en Viña del Mar. Una pareja de ingenieros civiles llega sin referencias y consigue empleo con empresas constructoras de edificios residenciales en Ñuñoa. Aun si la nostalgia los aflige en ciertos momentos y épocas del año, permanecen en Chile, convencidos de poder desarrollar al máximo sus competencias.

En ciertos rubros, los empleadores los prefieren. Catorce venezolanos conforman la nómina de veinte operarios en una estación de gasolina. Todos trabajan duro, de día o de noche, superan el frío del invierno y atienden mejor a los clientes, con gentileza y alegría hechas en Venezuela. «¡Epa, está fino!», le han enseñado a decir a los chilenos. Los días de descanso hacen parrilla (o asado, como dicen en Chile), los cumpleaños los celebran con el cuatro en la mano y entonan una canción llanera: «déjenme seguir luchando que mi deseo es vencer…». 

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Una profesora de matemáticas daba clases en un liceo de Caracas. Su acento tachirense la delata en la cola mañanera que se hace para tomar un número de atención, frente a las oficinas de extranjería en Arica. «Hace dos años que trabajo como vendedora de corsetería, me ha tocado competir con las compañeras chilenas», relata. No es tan bonita como algunas santiaguinas, pero sus ojos verdes son más ágiles y su verbo de educadora le confiere la honestidad que buscan los compradores de las prendas femeninas que ella ofrece. «Mis jefes chilenos me han seleccionado como anfitriona de los eventos de moda que organizan», comenta con orgullo.

Un niño diagnosticado con diabetes, cuya vida corría peligro y la alternativa era un costoso tratamiento que sus padres no podían cubrir. Dependía de la decisión de emigrar que sus papás tenían que tomar cuanto antes. Una vez en Santiago, sería atendido en los hospitales chilenos, donde los médicos lo examinarían y confirmarían su condición de paciente diabético dependiente de inyecciones diarias de insulina y control permanente de sus niveles de glucosa en sangre. Ahora recibe atención especializada y medicación gratuita, adora los paseos a los parques y juega a chocar sus manos con los niños chilenos que se consigue. 

Carlos J. Suárez Isea

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