#COLUMNA Crónicas de Facundo: ¿Ajusticiamiento de la justicia en Colombia? #3Ago

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Desde la atalaya rigurosa del Derecho, en procesos en los que se administra Justicia y no se filtran las venganzas, la sentencia proferida por la jueza colombiana Sandra Heredia, condenando al expresidente Álvaro Uribe Vélez por fraude procesal y luego celebrada por Iván Cepeda – facilitador de la paz con la narcoguerrilla de las FARC y el ELN, bajo la presidencia de Juan Manuel Santos, y quien atribuye al paramilitarismo el asesinato de su padre en 1994, un senador y militante comunista, Manuel Cepeda Vargas – representa, qué duda cabe, otro episodio más de la larga guerra que aún sufre Colombia. 

¿Sentencia de primera instancia penal tras una causa cuya armadura política se levanta desde septiembre de 2012 y ha de esperar como “debido proceso” durante casi tres lustros?

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La jueza, previamente, aclara y se excusa, como para asegurar su independencia: “La justicia no se arrodilla ante el poder”, dice como apertura de su sentencia. “No es un juicio contra la historia política de Colombia. No es una revancha. No es una conspiración”, ajusta.

Tras la violencia incubada a lo largo de una década, a partir de 1948, surgen durante los años ’60 del pasado siglo los movimientos guerrilleros de las FARC y el ELN, el primero filo soviético y el segundo tributario de La Habana. Y en los años ’80. en medio de la vorágine provocada por estos y la incapacidad del Estado para cuidar la vida de la población colombiana – cuando a su término es asesinado el candidato presidencial liberal Luis Carlos Galán y avanza sobre el control del poder el carismático Pablo Escobar, cabeza del narcotráfico y del Cartel de Medellín – emerge el fenómeno del paramilitarismo: El ojo por ojo, diente por diente, entre grupos que aún no conocen o han perdido la textura social. Casi medio siglo ha transcurrido.

Unos y otros, controlando extensas zonas de una geografía que, a la par, evidencia su clima favorable para los cultivos de la droga, mutan de guerrilleros a narcoguerrilleros y, de suyo, a ser practicantes habituales del terrorismo, en suma, ser narcoterroristas; todo lo cual potencia sus poderes destructivos, a los que suma la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad que no cesan y permanecen impunes. A partir de 1995, Human Rights Watch apunta sus investigaciones para criminalizar al Ejército colombiano, por su alianza o vínculos con el paramilitarismo; quedando fuera la actuación dominante de la narcoguerrilla en la violencia sobre partes de Colombia. 

La lucha entre ambas vertientes de la tragedia neogranadina – la que originó la violencia y la que se hizo de la violencia para protegerse como víctima – obliga entonces a la reacción institucional del Estado colombiano. Se diseña e inicia, bajo el gobierno de Andrés Pastrana Arango (1998-2002) y contándose con el firme apoyo norteamericano, una política de seguridad democrática – el Plan Colombia – que, sucesivamente, lleva a cabo el hoy expresidente Uribe durante la primera década del 2000. Numerosos capos del narcotráfico son extraditados durante esa elipse.

Se trataba, en concreto, de fortalecer el control territorial y la capacidad de las fuerzas armadas para combatir grupos armados ilegales, con el objetivo de garantizar la seguridad de los ciudadanos y el estado de derecho, devolviéndoseles a aquellas el monopolio de las armas. Tanto como dicha política buscó la participación de la sociedad civil en la lucha contra la inseguridad a través de mecanismos de información y colaboración con las autoridades.

Virtualmente derrotada, la administración que sucede a Uribe, la de Juan Manuel Santos, sin haberse concluido todavía la tarea de la seguridad democrática, en acuerdo con La Habana y con el gobierno de facto venezolano – primero con Hugo Chávez Frías y luego Nicolás Maduro Moros – declara la paz con las FARC. Las incorpora a la lucha política y esta se transforma en partido a partir de 2016, mientras una parte de sus miembros sostiene en paralelo la violencia, usando ahora como aliviadero a Venezuela. Hasta el jefe de las FARC, Seuxis Paucias Hernández Solarte, alias Jesús Santrich, carnal del senador Cepeda, luego de apoyar los acuerdos de paz evita ser extraditado y muere en Venezuela, víctima de su violencia. 

El presidente Uribe, fuera del poder contesta permanentemente y de modo público las señaladas desviaciones institucionales, para salvar a la democracia, y hasta en vísperas de su condena alerta sobre el establecimiento de un área binacional fronteriza; controlada esta por el Cártel de Soles venezolano, declarado por USA como nueva organización terrorista y narco criminal, encabezada por las autoridades del vecino Estado de Venezuela.

Desconocidos por el pueblo colombiano los Acuerdos de Paz, y cuestionado su modelo de justicia transicional – liberador de castigos a los narcos criminales que aceptan la verdad de sus hechos – Uribe controvierte, así, con el senador Cepeda en el ámbito parlamentario. Ambos se cruzan acusaciones, relacionadas con los actos de violencia vividos por la nación neogranadina y sobre sus responsabilidades históricas.

Pasados 6 años la Corte Suprema, instada por el expresidente, decide cerrar un debate entre este y Cepeda que ha llegado a sus estrados; no obstante que, la Sala de Instrucción opta seguidamente por abrirle causa al expresidente dándole legalidad a una grabación ilegal que hace un condenado a 40 años de cárcel – Juan Miguel Monsalve – a uno de los abogados del expresidente. En 2020 aquella ordena su arresto domiciliario, acusándosele de fraude procesal y por haberse querellado contra Cepeda.

En 2021 la Fiscalía pide se deseche el caso por falta de pruebas, pero una juez de instancia ordinaria insiste en procesar al expresidente, y otra, del mismo nivel, ante la insistencia del Ministerio Público, ratifica que Uribe debe ser enjuiciado.

En 2024, sustituido el fiscal general de Colombia y nombrada sustituta Luz Adriana Camargo, propuesta por Petro y quien venía de investigar el paramilitarismo en Colombia; que luego sirve en Naciones Unidas bajo la autoridad de Iván Velásquez Gómez, ministro de defensa del mismo Petro, es quien acusa formalmente al presidente Uribe. Le da un giro radical a la postura del Ministerio Público, que sostiene la inocencia del exmandatario, exigiendo su sobreseimiento.

Sometido a juicio a partir del 6 de febrero de 2025, sin haber transcurrido un semestre, la jueza Heredia, del juzgado 44 penal del circuito de Bogotá, recusada por su parcialidad – que esta no admite ni procesa y que resuelve la Corte Suprema favoreciéndola y paralizando el juicio – llegado el 28 de julio declara culpable fraude procesal y de haber intentado sobornar al testigo encarcelado y condenado al expresidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez. 

Su sentencia, en tan breve término, que bastaría para resolver sobre un «fraude procesal», sin embargo, logra lo impensable, el texto frisa las 1.000 páginas que lee y mal lee como si fuese la obra ajena, y en un resumen que le consume 12 horas en su lectura ante la nación conectada durante la audiencia a través de las redes y la radio y televisión; el juicio adquiere, así, la connotación de un juicio popular

El peso de las páginas, llenas de valoraciones políticas y personales, cumplía su propósito como narrativa de ocasión y para prosélitos. Las FARC y el ELN, que no derrotaron al Estado colombiano con las armas, pero lo debilitaron confrontándolo de modo violento; y que después se coaligan con el paramilitarismo por la cola, en el mercado y el tráfico internacional de drogas, antes gerenciado desde La Habana y ahora administrado por el Cartel de los Soles, creen haberle dado su estocada mortal a la burguesía colombiana, a la clase democrática, su enemiga histórica.

“No es designio de la providencia, mandato de Dios o alineación de los planetas que al tiempo todos los protagonistas se abocarán hacia una misma causa, menos que una persona privada de la libertad con las evidentes limitaciones que ostenta para comunicarse lograra movilizar a casi una decena de personas para obtener su proceso reivindicatorio,” opina la sentenciadora en el texto de su fallo llamado histórico y que respalda con sus años de servidora judicial, en carrera que inicia en 1994 y logrando acreditarse como abogado una década más tarde, en una seccional de la Universidad Cooperativa de Colombia, entidad privada del sector cooperativo que forma profesionales para “resolver problemas sociales”.  

La Justicia tiene la última palabra

En Bogotá, en fin, sigue la guerra y la violencia, ahora bajo una modalidad de tercera generación, en aplicación del llamado Lawfare. No hubo sentencia, sino un protocolo médico forense para el ajusticiamiento de la justicia, única garantía que le resta a los colombianos para sostener la estabilidad institucional y democrática.

¿Se trata de una judicialización de la política, como se lo propuso Chávez Frías al destituir a todo el Poder Judicial venezolano mediando una constituyente, designando como jueces a los escribanos a su servicio, para criminalizar a los enemigos políticos? 

El presidente colombiano, Gustavo Petro, sin cuidar la distancia a la que está obligado, siquiera para salvar las formas y sin que la juez, después de sentenciar, haya dicho su última palabra, pide para ella y para su familia se les proteja la vida. Entre tanto, no se recupera de su atentado, mientras el país mira hacia la Casa de Nariño, el precandidato presidencial y senador uribista Miguel Uribe.  

Por vez primera se condena por una peccata minuta, dado el contexto delineado, a un expresidente que persiguió al narcotráfico y a la guerrilla terrorista junto a sus crímenes de trascendencia internacional. Entre tanto, esa Justicia omitió, salvando a dos expresidentes y un presidente señalados de recibir dineros ilícitos, según se dice procedentes del narcotráfico, para sus campañas, o de aceptar coimas de la empresa transnacional constructora que ha apalancado a uno de los parteros del socialismo del siglo XXI, al sobreviviente Luiz Inácio Lula da Silva. Este, por si fuese poco, ha pedido la judicialización de su contendiente, Jair Bolsonaro, como respuesta a su propia judicialización anterior.

Colombia, aún así, mantiene su fe firme en la resiliencia de su Justicia y en su capacidad para enmendar entuertos y restablecer los equilibrios de su balanza, salvaguardando a las hoy maltratadas instituciones democráticas.

En suma, que acaso. abandonando su actual cómo sobrevenido estado larvario, deban los sistemas de protección de derechos humanos ocuparse de la cuestión colombiana, es lo deseable. Que todavía no hay caso, cierto es. Deben agotarse los recursos internos. Y la OEA tiene a mano una labor preventiva que realizar, si relee los términos de la Carta Democrática Interamericana. Pero la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), si aspira a sobrevivir, al menos ha de hacer uso de las que fuesen sus competencias originarias – allá cuando la presidía don Rómulo Gallegos – y conocidas como “funciones políticas”: “formular recomendaciones… preparar los estudios e informes”, cuando menos.

Asdrúbal Aguiar

Exjuez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos

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