Desde mi ventana: Hambre y hambruna

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Esta vez voy a compartir con los lectores el contenido de un texto elaborado por un niño de unos doce años que estudia en una escuela pública de una zona marginal. La maestra, luego de dar algunas instrucciones, pidió a sus alumnos que escribieran un cuento de una página. Al niño le resultaba imposible escribir. Miraba la hoja en blanco y bailoteaba su lápiz en el aire mientras se tensaba frente al silencio del salón, aterrado de que se escuchara el ruido de sus tripas vacías. Veía con asombro cómo sus compañeros escribían y escribían y él nada… Entonces la docente se acercó para preguntarle qué le estaba pasando y el niño respondió:

-Maestra, es que no he desayunado. Anoche tampoco hubo que comer en mi casa. Escuche como suenan mis tripas. ¿Cómo voy a inventar una historia si yo lo que tengo es hambre? No puedo pensar en otra cosa.

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La maestra lo abrazó y le dijo que ella iba a buscar algo para que comiera. Le sugirió que -de todas maneras- intentara echar el cuento de su hambre. Así fue. Nos cuenta el niño que agarró el lápiz y de un solo tirón escribió la crónica de su estómago vacío. Él mismo se sorprendió de la facilidad con que llenó la página y la verdad es que logró un texto tan conmovedor que nos transmite por igual su hambre, su frustración y su tristeza.

El tema del hambre se nos ha convertido en pesadilla constante. Es la conversación principal en todas partes. El hambre se ha apoderado no solo de los estómagos vacíos y de las tripas sonoras, sino que se nos ha vuelto miedo, incertidumbre y rabia. Y como expresa nuestro niño escritor: no se puede pensar en otra cosa.

Yo tampoco puedo pensar en otra cosa después de ver, oír y sentir el hambre de la gente en las colas, en los abastos, en los supermercados, en las calles, en las iglesias. He visto niños famélicos como en África. Madres llorando y mendigando por algo para dar de comer a sus hijos. Maestros que almuerzan escondidos porque sus alumnos les “velan” las viandas. Padres desesperados que roban para comprar comida a su familia. Empleados que hurtan las loncheras de sus compañeros. Montones de venezolanos escarbando la basura para saciar su hambruna. Y me acabo de enterar del suicidio de un adolescente de doce años porque su mamá le reclamó que se había comido la lata de sardinas que era para el almuerzo de toda la familia.

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Estoy francamente anonadada y adolorida frente a una coyuntura impensable de un país cuyos administradores han volatilizado los recursos, bien por ineficiencia o por ignorancia o por provecho propio. Y si hay algo que me estremece más aún es la actitud de “echarle la culpa a otros” o simplemente cerrar los ojos o apelar a estadísticas fraudulentas para maquillar los desatinos y convertir los desafueros en una guerra que está acumulando muertos de hambre. El grito de “queremos comida”, que se escucha por donde quiera, quiere decir igualmente “queremos soluciones y no palabras huecas y paños calientes”.

Un reciente estudio realizado por Cáritas reveló que “el 80 % de los venezolanos solo come dos veces al día, mientras que unos 4.5 millones lo hacen una sola vez.” Escasez, bachaqueo e inflación son los jinetes apocalípticos que están causando muertes por desnutrición en la población infantil y que, a la larga, producirá ciudadanos con irreversibles daños neuronales. El déficit calórico de las embarazadas que no se alimentan bien está causando abortos, muertes neonatales y niños que engrosan la lista de una población creciente que padece desnutrición crónica.

No quiero plantear la hambruna exponiendo simplemente las reiteradas protestas y saqueos que surgen como chispa espontánea azuzada por la desesperación que producen los anaqueles, las despensas y las neveras vacías. Para eso están los analistas de la sociología y de la psicología de masas.

No quiero plantear la hambruna refiriéndome sesudamente a los problemas de inflación, producción, distribución e importaciones, sumadas a los factores de paralización de empresas, falta de divisas, expropiaciones y hostigamiento a industrias y comercios. Para eso están los economistas y los especialistas en gestión pública.

No quiero plantear la hambruna resignadamente desde el consuelo de que otros países la han pasado peor pues me rebelo airadamente ante el hambre que acosa a niños y ancianos.

Quiero sí plantear la hambruna desde el hambre de paz, de libertad y de equidad. El pan nuestro de cada día no está hecho solamente de harina, agua y sal. Está amasado con voluntad de entendimiento, mediación y diálogo responsable. Y está horneado al calor de la solidaridad y la compasión. Estamos también hambrientos de una conciliación entre la sociedad civil y los gobernantes.

Sacia nuestra hambre de justicia saber de experiencias voluntarias que están movilizándose para llevar alivio a hospitales, ancianatos, barrios paupérrimos, escuelas y caseríos. Porque cada quien debe hacer y ceder su parte en este pan de vida: quienes hemos tenido más oportunidades que otros; quienes detentan liderazgos y quienes profesamos la esperanza de recobrar la dignidad extraviada.

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