Vivió el Uruguay una crisis política mayor en 1973, con desembocadura en una dictadura singular. Primero, bajo las formas del gobierno civil constitucionalmente electo y luego directamente ejercida por los militares. En esta etapa, fue una dictadura sin rostro, pues las Fuerzas Armadas asumieron y ejercieron corporativamente el poder y aplicaron una de las represiones más extendidas socialmente que se conozca, dada la alta proporción de la población que fue detenida, interrogada, allanada, torturada, exiliada o privada de sus derechos civiles. Y hablamos de la Banda Oriental del Río de la Plata, una de las repúblicas más republicanas de América Latina, si se me permite la redundancia que no lo es tanto, pues todos nuestros estados son repúblicas, pero sin que su comportamiento a lo largo de la historia sea lo que pueda llamarse ortodoxamente atenido a los cánones igualitarios, legalistas y decorosos que cabe esperar de tal definición.
Recién pasé otra vez por Montevideo, por cierto que sentí sana envidia por su prosperidad y estabilidad institucional. Un gobierno de izquierda respetuoso de los límites constitucionales y una oposición democrática que acaba de elegir sus candidatos presidenciales.
En una admirable librería de la ciudad vieja, dos pisos de estantes repletos de abundantes novedades nacionales y extranjeras, encontré un libro que me llamó la atención por su título, que es el mismo de esta nota: El ascenso de los extremos. Parlamento, militares y guerrilla en la crisis de 1973, escrito por el historiador y oficial retirado de la Fuerza Aérea Julio Díaz Pujardo.
La ejemplar democracia uruguaya entró en barrena a comienzos de la década de los años setenta del siglo pasado. Polarización social, decadencia del sistema político y fragmentación de los partidos, situación económica estancada y realidad fiscal crecientemente comprometida, aparición de un movimiento guerrillero urbano que puso la violencia en la primera plana de los periódicos.
Después del gobierno de mano dura de Pacheco Areco, un líder fuerte que intentó sin éxito modificar la Constitución para quedarse, fue elegido por estrecho margen el candidato de su partido, su ex ministro Bordaberry. No tardó éste en disolver el Congreso, declarar el estado de excepción, gobernar por decreto y ponerse en manos de los militares, quienes eran el poder real. Cuando se cumplió su período, lo desecharon y asumieron plenamente el control de todo por once interminables años.
Díaz Pujardo caracteriza la crisis como “el ascenso de los extremos”. Se fue radicalizando el ambiente, se excluyó toda posibilidad de conciliación. Cada vez más actores partieron de la premisa de que su triunfo dependía de la eliminación del contrario. Las opciones moderadas de la izquierda, el reformismo y la derecha, fueron anuladas por el choque de trenes. Anomia, violencia, dictadura. Decía el evangelio y repetía aquel, “El que tenga ojos que vea”.
EL ASCENSO DE LOS EXTREMOS
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