#OPINIÓN Crónicas y relatos de la migración: Migrantes de frontera #22May

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Violeta es licenciada en Comunicación Social. Llegó a Arica el año pasado. Hace dos dejó su familia en Maracaibo y cruzó por Maicao la frontera con Colombia. Desde allí tomó varios buses hasta Lima, convencida por una amiga de irse a trabajar de vendedora en una tienda por departamentos, a base de comisiones, sin sueldo. Pasados los meses, sus ingresos resultaron inferiores a los gastos de alojamiento en un cuarto con baño común, alquilado cerca del aeropuerto en El Callao, y el picante en la comida amargó su tracto digestivo junto con sus ilusiones migratorias; heridas, de paso, por las reacciones xenófobas de las limeñas y las propuestas indecorosas de peruanos prendidos de su trasero espléndido. Otro autobús la llevó hasta Tacna y de allí pasó la frontera con Chile, sin necesidad de visa ⎯no era un requisito en ese momento⎯, ilusionada con las bondades de la economía chilena y una calidad de vida acorde con su preparación. Violeta cubre el turno nocturno del mini market en una estación de servicio. La gracia maracucha, un cuerpo de gimnasio y una mente educada le garantizan su futuro laboral en Chile.

Dos muchachos muy delgados, con sus morrales en el suelo, piden dinero en el Paseo Peatonal 21 de Mayo, en el centro de Arica. Uno de ellos tiene cara de niño, su pelo de rizos deja ver su frente estrecha, arrugada para su edad, con hambre y tristeza en su mirada. Llegó a Chile de quince años, caminando y mochileando, sin pasaporte; ahora, de diecisiete, dice que va de regreso con su primo, que tiene cara de indio y se ve mayor. Duermen en carpas, o en las plazas. Por ser menores de edad no pueden autodenunciarse en la Policía de Investigaciones (PDI), como hacen los que entran a Chile por las trochas. El último trabajo que encontraron fue en Ovalle, mil setecientos kilómetros al sur, recogiendo uvas y mandarinas. Se acabó la cosecha y muestran en sus manos y brazos las marcas de las espinas que los maltrataron.

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¿Para qué emigraron? Dicen que unos amigos los engañaron, que en Venezuela no había trabajo, que querían ayudar a sus familias. Caminarán otra vez durante dos meses hasta llegar a su casa en el estado Trujillo: «Prefiero comerme un plato de arroz con huevo al lado de mi mamá», dice el más niño, con un resto de ilusión en sus ojos con sueño. «No me dé plata, paisano, deme algo de comer», ruega. Con gusto, pero ¡váyanse de regreso de una vez a su país!

Carlos J. Suárez Isea

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