«¡Señor… hoy llovió de nuevo adentro, sube mis recuerdos al puente para que no se los lleve la corriente!»
(Natty)
El río se lleva hasta nuestros recuerdos: Un lamento por lo perdido en la corriente.
Las gotas comienzan suavemente, apenas un susurro en el techo, un alivio bienvenido tras días de sol inclemente.
Pero muchas veces, ese susurro se transforma en un estruendo, un diluvio implacable que nadie lo esperaba y que golpea sin piedad.
Las lluvias en Barquisimeto, como en tantos otros lugares, las esperamos con ansias, un respiro para la tierra sedienta, un frescor que mitiga el calor.
Sin embargo, en ocasiones llega con furia desmedida, transformándose de bendición a verdugo, y con ella, llega el doloroso espectáculo de ver cómo el río se lleva nuestros recuerdos, pedazo a pedazo.
Cuando el caudal del río crece, imparable y voraz, no solo arrastra tierra y escombros; arrastra fragmentos de nuestras vidas.
Vemos con impotencia cómo el agua, de un color que muta del pardo al rojizo, se traga lo que una vez fue nuestro.
Una silla de la abuela que resistió décadas, ahora flotando boca abajo, un náufrago más en la corriente turbulenta.
Un juguete de la infancia, quizás un pequeño coche o una muñeca, que un niño abrazó con fuerza, ahora bailando a merced de la corriente, despojado de su inocencia.
Las imágenes son desgarradoras. Familias observan desde la orilla, sus rostros marcados por la angustia y la resignación, mientras sus pertenencias, fruto de años de trabajo y sacrificio, se dirigen irremediablemente hacia el olvido.
No es solo la pérdida material lo que duele; es la amputación de una parte de su historia. Cada objeto que el río se lleva es un recuerdo anclado a él, una fotografía de un momento vivido, una huella de la existencia.
El agua no distingue entre lo valioso y lo humilde. Un electrodoméstico recién adquirido, con sus sueños de confort y modernidad, puede ser arrastrado con la misma facilidad que un viejo álbum de fotos, testigo silente de generaciones pasadas.
Y es quizás esta última pérdida la más cruel: los intangibles, los recuerdos encapsulados en papel, los retratos de seres queridos que ya no están, o de aquellos que nos acompañan pero cuyas sonrisas quedan ahora solo en la memoria.
Después de que la furia del río cede, el silencio que queda es aún más pesado que el estruendo de la tormenta.
Un silencio lleno de eco, el eco de lo que falta. Casas vacías, cimientos expuestos, la tierra despojada de su verdor y, con ella, las almas despojadas de sus certezas.
El olor a lodo y humedad se mezcla con el amargo sabor de la pérdida. Y nos preguntamos: ¿Cómo reconstruir lo que no tiene precio? ¿Cómo recuperar el sentido de hogar cuando el hogar mismo ha sido desfigurado, y con él, los objetos que le daban alma?
Las lluvias, tan necesarias para la vida, se convierten en un recordatorio brutal de nuestra fragilidad ante la naturaleza, y del profundo dolor que acarrea la importancia de ver cómo el río, se lleva no solo nuestras cosas, sino también, pedazos irremplazable de nuestro corazón y de nuestra historia.
Natividad Castillo P. (Natty)
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