En 1977, Escovar Salom fue destituido como Canciller en pleno viaje oficial a Yugoslavia. Años después, CAP aceptó la propuesta que lo postulaba al cargo de Fiscal General de la nación a pesar de esa vieja rencilla. En 1993, Escovar Salom encabezó la acusación contra el primer mandatario nacional, y desde entonces se discute si fue un acto de justicia o una revancha largamente esperada
Ramón Escovar Salom (Barquisimeto 1926-Caracas 2008) fue un político peculiar en el tablero venezolano del siglo XX. Jurista de prestigio, hombre de sólida formación intelectual y verbo afilado, se movió entre la diplomacia, el parlamento y la reflexión académica. Nunca aspiró a la Presidencia de la República ni al liderazgo de masas.
Se definía como un hombre de ambiciones limitadas, aunque su carácter fuerte y su ambición personal lo hicieron ganar tanto aliados como detractores. Fue un hombre de inteligencia brillante y de formación académica de élite. Estudió Derecho en la Universidad Central de Venezuela y cursó posgrados en Ciencias Políticas en Europa.
Excelente orador, articulista de larga data en El Nacional, escritor de una decena de libros y político de dilatada trayectoria, ocupó cargos clave: parlamentario por Acción Democrática, Ministro de Relaciones Interiores durante el segundo gobierno de Rafael Caldera, Secretario de la Presidencia de la República (primer mandato de CAP), Fiscal General de la República y Ministro de Relaciones Exteriores en los dos gobiernos de Carlos Andrés Pérez.
En la historia de la diplomacia venezolana se le recuerda, además, como el canciller que realizó el mayor número de visitas oficiales a países con intereses estratégicos para Venezuela y a numerosas organizaciones internacionales. Su carrera, sin embargo, se vio atravesada por un episodio decisivo: la destitución como Canciller en 1977, que lo marcaría de por vida.

La destitución en Europa
Uno de los hechos que propició más conjeturas y comentarios en la Cancillería y en la opinión pública venezolanas fue el cese de funciones del doctor Ramón Escovar Salom como Ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela.
El 23 de julio de 1977, Escovar se encontraba en visita oficial a Yugoslavia, en donde se entrevistó con el mariscal Josip Broz Tito, presidente vitalicio. Dos días después de su llegada, en medio de actos protocolares, recibió una llamada telefónica de Ramón Escovar León, su hijo que desde Caracas le notificó que ya no era el Canciller de Venezuela.
La noticia no lo tomó por sorpresa, pero la fórmula utilizada sí, pues se encontraba representando al país en un escenario internacional. De inmediato viajó a París, donde se encontró en el Aeropuerto de Orly con el diplomático Filiberto Peña, acreditado como secretario de la legación venezolana.
Según el testimonio de Peña, fue entonces cuando se le ratificó la decisión presidencial, por instrucciones del embajador Arturo Uslar Pietri, quien había ordenado que el tema quedara absolutamente claro. Escovar, con frialdad, respondió: “No se preocupe, ya fui notificado por mi hijo. Gracias”.
De allí se dirigieron al Consulado a reunirse y el cónsul general de Venezuela en Francia, José Miguel Gómez Velutini, y luego de una amena conversación, Peña acompañó a Escovar hasta la terminal aérea.
Al aterrizar en Caracas, la designación del nuevo Canciller de Venezuela ya era una realidad: Simón Alberto Consalvi, un diplomático culto, dotado de un intelecto vigoroso y con habilidad para moverse en los grandes escenarios de la política internacional. Venía de ser embajador de Venezuela ante la ONU, donde se había ganado una merecida fama como hábil negociador.
El acto de transmisión del despacho de del Ministerio de Relaciones Exteriores se realizó en el Salón de Embajadores, frente a la oficina del Canciller, con todos los directores presentes. Cuando la puerta se cerró tras la ceremonia, Escovar quedó completamente solo, sentado frente a la mesa. Había pasado de ser el jefe de la diplomacia venezolana en el mundo a experimentar la soledad amarga de una salida inesperada.
Para muchos analistas, historiadores y políticos, aquella destitución fue un comportamiento incorrecto —para decir lo menos— desde una óptica meramente diplomática y a la luz de las normas del Derecho Internacional. La forma en que el presidente Carlos Andrés Pérez ejecutó la decisión se interpretó como una humillación innecesaria a un alto funcionario en el ejercicio de sus funciones en el exterior.
El relevo en la Cancillería no fue tan agrio como se quiso retratar. Al regresar al país, Escovar Salom se reunió con el presidente y le espetó con cierta molestia:
—Señor presidente, al menos pudo haber esperado veinticuatro horas para darme la noticia en persona.
Carlos Andrés Pérez, consciente del malestar, le ofreció disculpas. Explicó que el partido (AD) lo presionaba con insistencia para mover las piezas del gabinete, y que la decisión había sido política.
En ese mismo encuentro, CAP intentó suavizar el golpe: le propuso a Escovar asumir la Embajada de Venezuela en Washington. El canciller, sin embargo, rechazó el ofrecimiento con firmeza. El plan presidencial era un enroque diplomático: enviar a Simón Alberto Consalvi de la embajada norteamericana al Ministerio de Relaciones Exteriores y trasladar a Escovar de la Cancillería a la representación en Estados Unidos.

La destitución repentina fue una herida que Ramón Escovar Salom cargó de por vida. En 1993, muchos se preguntaban si su voz era la del fiscal o la del hombre marcado por la afrenta de 1977. Frente a él, Carlos Andrés Pérez exhibía otra actitud: al abrirle nuevamente las puertas de su gobierno, mostró que la política no le dejaba espacio para rencores
El nombramiento inesperado
Lo que parecía una ruptura definitiva se convirtió, más de una década después, en una paradoja política. En 1989, Carlos Andrés Pérez inició su segundo mandato y, contra toda lógica, aceptó la postulación de Escovar Salom como Fiscal General de la República.
En una de las reuniones en La Casona, cuando se discutía la designación del nuevo fiscal general, no faltaron las advertencias. David Morales Bello, con gesto serio, le dijo al presidente: —Presidente, ese hombre lo va a enjuiciar.
Aun así, Gonzalo Barrios, Carlos Canache Mata y Pompeyo Márquez, este último en representación del MAS, insistieron en proponer el nombre de Escovar Salom. Carlos Andrés Pérez, acaso por generosidad o por ingenuidad, no se opuso.
Doce años después de haberlo destituido en París, colocaba en la Fiscalía a quien había sido víctima de su desdén.
La oportunidad y la sospecha
En marzo de 1993, Escovar Salom solicitó a la Corte Suprema abrir juicio contra CAP por el manejo irregular de 250 millones de bolívares de la Partida Secreta. El caso derivó en la suspensión del presidente y su posterior condena.
El historiador Germán Carrera Damas vio allí la confirmación de una venganza largamente guardada: Escovar, según él, había esperado casi veinte años para ajustar cuentas con CAP. En El asedio inútil lo calificó de “fiscalete” y aseguró que en su “alma pequeña” se sintió reivindicado.
Otros, en cambio, lo reivindican como un jurista íntegro que actuó dentro del marco legal y que entendía que la democracia solo podía sostenerse si incluso el presidente estaba sujeto a la ley. Reducirlo a un vengador, dicen, sería desconocer su trayectoria y su ética.
Justicia o revancha
El dilema sigue abierto: ¿fue la acusación contra CAP un acto de justicia o la revancha de un hombre humillado en Francia? Lo cierto es que el episodio de 1977 no puede separarse del juicio de 1993. Escovar negó siempre haber actuado por rencor. En sus memorias escribió que la democracia venezolana se perdió “en manos de la inacción y la frivolidad”.
Pero la sospecha persiste. Tal vez en aquel fiscal convivieron dos fuerzas: la del jurista convencido de que la ley debía cumplirse, y la del hombre herido que nunca olvidó la soledad amarga del Salón de Embajadores.
En el fondo, la historia de Escovar Salom y CAP se asemeja a una puerta que se cierra y no vuelve a abrirse: la del salón donde terminó su ministerio, la de Miraflores que CAP abandonó tras la suspensión, la de una democracia que empezaba a resquebrajarse. Esa sucesión de puertas cerradas sigue siendo la metáfora de un país que, desde entonces, busca desesperada la llave de su destino.
Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
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@LuisPerozoPadua