No es fácil la decisión, no está claro el horizonte, a estas alturas el corazón sigue aquí y por más que se vaya lejos no habrá manera que se quede tranquilo.
Chile, Estados Unidos, España o Portugal…
Pero es como con los hijos, que uno se queda pegado con el que está mal, el que pasa por un momento difícil y demanda más cariño, más atención, más noches sin dormir.
En otro país podemos escribir, asistir a los talleres literarios, dar tiempo y espacio a la narrativa, a la lectura, a la imaginación y a la memoria. Con un proyecto de relatos cortos, con los sentidos largos a su antojo, con cierta paz en el alma, bajo el sol ardiente y la brisa fresca de una costanera en Viña del Mar o en Oporto; caminando confiado las calles en Miami o Madrid, apostando a la escritura, calentando el cuerpo con un café negro en las mañanas frías y un vino tinto en las tardes templadas.
En Venezuela nos alimenta el calor, la energía de los obreros, la risa de las nietas, la angustia de los días y el insomnio de las madrugadas; de saber que se está vivo, de contarse entre los pares, de caminar avenidas, de la virgen que acompaña y la gente que no calla. Este país nos atrapa con sus garras de esmeralda, con sus playas, con sus soles, sus dolores que nos atan. Los amigos, los hermanos, los paisanos tan queridos, son todos venezolanos.
Emigrar… para vivir en sueños cada año. Sembrar fresas y hortalizas en verano, agotar la leña en el invierno sin lograr calentar las entrañas. Pasar caminando las calles del comercio de alguna ciudad costera hasta llegar al océano en dirección opuesta a la tierra prometida. Subir la montaña más alta de la cordillera para otear en la distancia, sin rastros de Venezuela. En Nueva York, estar más cerca del norte, más lejos de los sentidos, de la familia, de los hijos que te esperan, del nieto que ya viene, de los pasos ahora viejos.
Dos mundos que se pelean,
dos caras de una moneda,
dos amores que se celan,
dos fuerzas que nos sostienen,
para recrearse emigrando
y morir en Venezuela.
Carlos J. Suárez Isea