«Las calles aquí tienen nombres de países y ciudades europeas. Estoy en Bilbao, cerca de Suecia, paseo por Holanda, ayer anduve por Bucarest. Aquí uno vive en España 1085, y un amigo en Portugal 740, con eso basta para saber que estamos en Santiago, a paso de bus o metro; cuando mucho, de ambos», reflexiona el migrante mientras camina.
«He andado quince cuadras, con una laptop dentro del bolso y un celular en la mano para consultar el mapa y las opciones de las líneas del metro. Prefiero seguir a pie. Los días están soleados, el clima apenas frío. Hay gente entrenándose en Pocuro: unos trotan, otros caminan, muchos van en bicicletas, tan costosas como la indumentaria que llevan puesta. Los carros parecen todos de último modelo, las obras en los edificios utilizan novedosos sistemas de construcción y están protegidas por láminas de madera prensada que pintan de verde para preservar el paisaje urbano. Está todo limpio, los semáforos funcionan, los parques lucen impecables, bien equipados, como corresponde a un país camino al primer mundo», se admira el migrante.
«Hacía tiempo no me sentía tan seguro andando por las calles. La última vez fue en Stamford, Connecticut, un suburbio a cuarenta kilómetros de Nueva York, cuando fui a visitar a mi hija en septiembre del año pasado, en el otoño del norte. A pocas cuadras de su casa está la biblioteca pública del lugar, un edificio blanco de arquitectura victoriana. En el tercer piso están los libros en idiomas distintos al inglés. De entre las dos filas de estanterías de autores hispanoamericanos escogí El amante japonés, de Isabel Allende, y comencé a leerlo. Al día siguiente, mi hija me ayudó a sacarlo con su carnet y dos semanas más tarde se encargaría de regresarlo, cuando el jardinero nipón habría ganado la batalla por el amor que todos creían imposible de conquistar: el de la hija de su patrón norteamericano», recuerda y vuelve a comparar.
«Estados Unidos es más rico: mejores los carros, más grandes los yates, más lujosos los veleros, más rápidos y puntuales los trenes para ir a Nueva York; nada le gana a columpiarse con las nietas en Central Park, con el sol de mediodía, mirando entre las copas de los árboles que comienzan a deshojarse», sueña el migrante.
«Acabo de salir de mi país, que ya no sé si es el mío, no se parece al que tuve, casi no tiene vida. Las casas tienen paredes altas y cercos eléctricos, en las calles hay garitas para los vigilantes, las urbanizaciones se han visto confinadas entre enormes rejas que obligan a entrar y salir siempre por la misma calle. A los semáforos les faltan luces y los choferes no les hacen caso. El agua llega una hora en la mañana, un día sí y tres no, la luz se corta todas las semanas, la basura ha ocupado las aceras, los teléfonos tardan demasiado en comunicar y se caen las llamadas…», se entristece en su caminata.
«Salí de Venezuela, mi araguaney de verdes y amarillos es ahora un árbol sin hojas… Y aun así, ya me quiero regresar…», titubea el migrante en su nostalgia.
Carlos J. Suárez Isea