Lectura
¿Recuerdan esos promontorios de menudas boronas de suelo rojo que se elevan cónicamente sobre la superficie? Son el producto del trabajo persistente y continuo de esas hormigas rojas que conocemos como bachacos. Sobre el promontorio, un hueco es el acceso. Son admirables como día y noche sin descanso trabajan para edificar sus protegidas moradas. Incansables entran y salen del bachaquero animados de una voluntad indoblegable.
Parece que la gente que coordina y anima, con desbordado entusiasmo, el padre Javier Sangronis, desde el galponcito que sirve de sede a la imagen del Buen Pastor, contagiados de esa voluntad indoblegable que anima a esos nobles animalitos himenópteros, se comportan con la misma voluntad de trabajo para levantar, como ellos, la enhiesta figura de la Iglesia.
Ya la cerca fúnebre de los negros plásticos fue quitada, y, desde la calle, a la visión del transeúnte, se levanta la esbelta figura de su atractiva su forma. Antes de que su estructura tuviese la imagen que ahora presenta, aquel lugar era una ruina y una vergüenza para quienes tienen y manejan los recursos del medio. Pero la feligresía cuenta con un sacerdote como el padre Javier Sangronis que no sólo conoce religiosamente su oficio de conductor de almas, sino que, como un superhombre, se las ha ingeniado para a base de boronas, como los bachacos, la voluntad de los feligreses y otras almas nobles que generosamente aportan sus boronas para que la empresa encargada de construirla cuente con los recursos para que la iglesia de la parroquia del Buen Pastor, como imagen de un super milagro fuese obteniendo formas, y ahora, blanca y esbelta, con la pureza de un lugar para la eucaristía, como el polluelo que rompe la cáscara que lo oculta, sale y se presenta a todos. La gente de la parroquia y toda la feligresía que adhiere su devoción al Buen Pastor se sienten muy complacidos de que el templo milagrosamente se haya apoderado de su espacio. ¡Aquí estoy! Parece decir su silente figura. La alegría no cabe en el alma de todos y el padre Javier, siempre tan discreto, prefiere ocultar su regocijo y esperar hasta que al fin terminada la obra, porque todavía falta el techo y el piso, se desborde de complacencia.
Es poco lo que falta, y el sacerdote como el náufrago que en su obstinado aferrarse a su propósito vislumbra el final feliz, asume la santa paciencia de esperar sin doblegarse hasta verla concluida. Entonces con el regocijo de todos, bajo el calor de la noble estructura, en la novedad de la celebración, oficiara su primera liturgia protegido por el cálido calor de sus naves. Los católicos entonces con la mayor de las satisfacciones, prendidamente entusiasmados oirán la primera misa en la iglesia del Buen Pastor.
