El AGRO está a la salida de Arica, a la margen izquierda de la carretera que lleva a Santiago de Chile, dos mil cien kilómetros al sur. Más que una feria es un centro comercial popular multicultural, con una estructura precaria de galpones amplios con fachadas modestas y techos de totora (fibra vegetal tejida). La riqueza está dentro, expresada en la variedad de negocios y artículos que ofrecen los vendedores: «¡Consulte caserito, consulte!», se escucha el acento boliviano al recorrer los pasillos del área de verduras, hortalizas y frutas de temporada. A un lado los abastos, las carnicerías, la farmacia, atendidos por peruanos; al centro los puestos de comida típica, el food court originario, con platos en lengua aymara y especialidades quechuas; hacia abajo incontables negocios de ropa y calzado, artículos del hogar y ferreterías. Disimulados entre los chilenos dueños de casa y los pobladores ancestrales de países vecinos andan los migrantes venezolanos.
Edison atiende en una ferretería del AGRO y su acento se oye familiar: es de Cabudare. Hace un año que llegó a Arica, por las trochas, como tantos otros. Trabajó de vigilante en Barquisimeto, por más de diez años. Dice que la seguridad, la salud y la educación no dan para vivir en Venezuela. Su hermano es médico anestesiólogo en el hospital y le ayudó por un tiempo; otras veces, él ayudó a su hermano. Echa de menos a sus hijos que no viajaron con él. «Desde aquí puedo ayudar a todos», dice el paisano Edison.
Los paisanos trabajan o compran en el AGRO, caminan en grupo por las calles hablando más alto que los chilenos, juegan los domingos en el único campo de beisbol de la ciudad. Los pitchers lanzan su recta a la velocidad de un venezolano, la curva les rompe y el cambio hace abanicar a los contrarios, como aprenden los vecinos de los estadios en su barrio en Venezuela: barquisimetanos, maracuchos, mirandinos, llaneros… Todos quieren estar de vuelta en su país.
Hay un dolor que cada venezolano escribe distinto. Los migrantes con fe o con desesperanza, según la suerte de su aventura, cruzando países donde no son del todo bienvenidos.
Carlos J. Suárez Isea
